Literatura cÃÂtrica, por Sebastián Robles. El Alto Palermo y los barrios de Colegiales y Belgrano son los protagonistas de esta historia.
-Probá con el rubro 59 -dijo Hernán.
Cada vez que caÃa un ClarÃn cerca, leÃamos los clasificados. En el rubro 59 podÃan leerse avisos tales como:
Colegiala. 22 años. Completa. Bucal s/globito.
Paraguayita viciosa te espera en su dpto.
La cantidad de avisos, que cuando estábamos en primero no superaba los treinta o cuarenta, habÃa aumentado en los últimos años.
-Está bien -dijo Diego después de un rato largo.
Hicimos una primera clasificaci-n. Elegimos las que estaban “sola en su dpto”. Nos quedaron unos cincuenta avisos. HabÃa maduritas, colegialas y dominicanas.
-¿Y ahora?
Las seleccionamos por barrio, de acuerdo a la caracterÃstica telef-nica. No habÃa ninguna en Ballester. Diego se quedò con las de Belgrano, Palermo y Barrio Norte. Entonces empez- a llamar. Después de un par de intentos ya conocÃa la jerga.
-Hola, qué tal -decÃa-. Vi tu número en el aviso de ClarÃn. SÃ? Ajá? ¿Y el arancel? ? Cincuenta pesos? ¿Completo cuánto me sale?
Se quedò con una que atendÃa a la vuelta del Alto Palermo. Se llamaba Natalia. En el aviso acusaba veintiún años.
-TenÃa voz de mina que está buena -dijo.
Nos pidi- que lo acompañemos hasta el lugar. Lo espiamos desde la cuadra de en frente. Una chica baj- a abrirle en jeans y zapatillas. Era rubia, bastante alta y parecÃa tres o cuatro años mayor que nosotros. A Hernán no le gust-.
-Es una mina común y corriente -dijo.
Lo esperamos a Diego en el patio de comidas del shopping. Una hora después, apareci- con una lata de Coca en la mano.
-¿C-mo te fue? -le preguntamos.
Empez- por el principio. En el ascensor, la chica le habl- del tiempo. Él dijo algo de las lluvias de verano. Una vez arriba, se sentaron en los sillones del living y ella le ofreci- algo para tomar. Diego dijo que no, a ver si le metÃan algo en el vaso. HabÃamos visto una pelÃcula donde decÃan que a las putas habÃa que pagarles antes, asà que le pregunt- otra vez cuánto cobraba.
-¿Hace mucho que te dedicás a esto?
-dijo.
La chica respondi- que menos de un año. Le pregunt- qué edad tenÃa. Él minti-: diecisiete, dijo. Vas al colegio todavÃa. Eso lo afloj-. Hablaron de matemáticas y quÃmica. A ninguno de los dos les gustaban. Ella cont- que en educaci-n cÃvica era la mejor, pero que el resto de las materias siempre se las llevaba. Excepto gimnasia, claro.
-¿Querés pasar al baño a higienizarte? -dijo entonces.
Después fueron al cuarto. Ella lo esperaba en ropa interior. Hablaron de las amonestaciones -Diego tenÃa dos, ella habÃa terminado con cinco- mientras él se desnudaba. Todo el resto pas- bastante rápido. En el medio hicieron una pausa. Comentaron el capÃtulo de los Simpsons en que Homero le regala a Marge una bola de bowling con su nombre grabado. Después la chica le pregunt- si tenÃa novia. Diego estuvo a punto de preguntarle lo mismo, pero a último momento se arrepinti-. La bes- en los labios.
-No tenÃas que hacer eso -dijo Hernán.
Mientras se vestÃan, ella le pregunt- d-nde vivÃa. Ballester, dijo, no sé d-nde queda. Cont- que era de San Fernando, aunque ahora vivÃa en Capital. Trabaj- como manicura en un sal-n de belleza antes de empezar en el departamento. El sal-n habÃa cerrado y en el resto le ofrecÃan muy poca plata.
-Pero en cualquier momento vuelvo -dijo y se quedaron ahà abajo, mirándose en la puerta del edificio, sin decirse nada más hasta que él se fue.
20
-Boludos, me enamoré -dijo Diego con un vaso de birra en la mano.
-Me estás jodiendo -dijo Hernán.
Él sacudi- la cabeza.
-De verdad.
Hernán y yo nos miramos.
-Contá -dije.
-“Cuenta conmigo” -dijo Hernán.
-No seas boludo, es algo serio.
Y dijo que seguÃa pensando en la mina.
-¿C-mo “pensando”? ¿Te gusta o te la querés coger de vuelta?
-Me gusta -dijo-. Me gusta mucho.
-No podés enamorarte de esa mina -dijo Hernán.
-¿Por qué no?
-Ya sabés por qué.
-Es una puta -dijo Diego-. Pero qué tiene que ver.
Hernán le puso una mano en el hombro.
-No tengo nada en contra de ella, al contrario. No es discriminaci-n. Pero no podés enamorarte de esa mina.
-No te tengo que pedir permiso a vos. Además, ¿por qué no puedo? -se cruz- de brazos-. Explicame.
-Qué querés que te explique, boludo, está claro.
Yo medié con mi habitual voz narradora:
-Lo que quiere decir Hernán -dije- es que es muy difÃcil llevar adelante una relaci-n con una persona de ese oficio. Nada más.
Diego respir- hondo.
-Imaginate que salÃs con la mina, sabiendo que se la están garchando otros todo el tiempo.
Yo pensé inmediatamente en Vero. El dÃa anterior me habÃa contado que un compañero del colegio le habÃa elogiado el peinado, y yo tuve una pesadilla donde iba en carreta por el campo, sacaba el puño por la ventana y gritaba “lo cago a trompadas”.
-Lo peor de todo es que la mina ni siquiera se debe acordar de mà -dijo Diego.
Nos callamos un rato.
-Bueno, hay una sola manera de saberlo -dijo Hernán-. Garpá.
Destapamos otra botella. En el aire se sentÃa el olor del pasto húmedo, unos meses antes del verano.
-Es porque te la cogiste -dije.
-No creo -dijo Diego.
-Será copada, todo lo que quieras?
-Ustedes dos me quieren cagar.
Se levant- de un salto.
-No se bancarÃan que yo también esté con una mina.
Discutir era arriesgar demasiado, aunque tuviéramos raz-n. Y Hernán y yo nos decidimos por lo mismo, sin decirnos nada.
-¿Queda más cerveza? -pregunté.
-Hay otra en el freezer -dijo Hernán-. Andá a buscarla.
Cuando volvà hablaban de fútbol. Después nos quedamos tirados en el pasto. A las tres o cuatro de la mañana pedimos un remÃs.
21
Se encontraron un sábado a la tarde. Caminaron un rato por Florida, abajo del sol. Ninguno de los dos hablaba. Al final se metieron en un bar de manteles blancos y ventana a la calle. En frente tenÃan un negocio que vendÃa panchos. “O pancho”, decÃa el cartel. En el dibujo, dos salchichas: una con minifalda, pelo rizado y como bailando samba, y la otra con sombrero de mexicano.
El aire acondicionado no funcionaba.
-¿Querés que vayamos a otro lado? -dijo Diego.
-No, dejá, está bien acá.
Ella abri- la cartera y sac- un abanico chino, de esos que se vendÃan en los locales de Todo por $2.
-Es práctico.
-A ver -dijo Diego.
Lo examin- un rato y se lo devolvi-.
-Qué copado.
El mozo les ofreci- la carta.
-¿Querés pedir algo raro? -pregunt- Diego.
Ella sonri-.
-Una lágrima, por favor -le dijo al mozo.
Diego solt- una carcajada.
-Yo pido siempre lo mismo.
Era la primera vez que invitaba a alguien a tomar algo, no solamente a una mujer, sino a alguien en general. Tiempo después me cont- que, además de eso, era la primera vez que se sentaba -sin la compañÃa de sus padres o de algún adulto responsable- en un lugar que no fuera de fast food. Le caus- gracia que el mozo, un viejo de treinta mil años, lo tratase de usted.
-Está todo bien -dijo-, podés tutearme.
El mozo no dijo nada.
-Me gusta salir al centro de vez en cuando.
Ella sonri-.
Diego pens- que estaba buena. Más que eso: era un ángel.
-Mirá, yo te invité porque querÃa? Perdoname.
Ella abri- fuerte los ojos.
-¿Qué cosa? -pregunt-.
A los veinte minutos, salieron del bar.
-Ese lugar tenÃa algo -dijo ella.
Él coincidi-.
-¿Vos tenÃas dieciséis, me habÃas dicho?
-SÃ.
Pasaron por la puerta de un cine que habÃa cerrado. El último afiche que habÃa en la vitrina era el de la pelÃcula Mujer Bonita.
-¿Vos la viste? -pregunt- ella- ¿De qué se trata?
Diego no la habÃa visto. TenÃa la teorÃa de que no valÃa la pena ver pelÃculas que no formaran parte de una saga o que no apuntaran a formarla en algún momento.
Se larg- a llover. Una lluvia tibia, casi de verano. Se refugiaron en la entrada del cine, con los vendedores ambulantes.
Cuando afloj- la lluvia se metieron en el último Pumper Nic que quedaba. Diego cont- que habÃa ido a ese local unos años atrás, después de ver la pelÃcula de He-Man.
-¿Esa la viste?
Ella neg- con la cabeza.
Él se qued- pensando unos segundos. Después se ri-. Fuerte, a las carcajadas. A veces le pasaba. Le agarraban ataques de risa que lo recomponÃan al instante, como si entendiera todo al menos por un rato.
-Hoy no la embocamos, ¿eh? No hay caso.
-No -coincidi- ella-. Ni a palos. Quiero decir cosas pero no me sale nada.
-A mà también me pasa.
Charlaron un rato acerca de c-mo era el lugar donde vivÃa cada uno. Ella le cont- que convivÃa con la madre y una hermana. A Diego le pareci- que era grande. Cuatro, cinco años eran un abismo de diferencia, pero no se notaba tanto. Diego se pregunt- qué opinarÃa su madre al respecto.
Anocheci- rápido, dentro de todo.
-Bueno, nos vemos -dijo él.
Se quedaron parados en la esquina, mirándose.
Diego se acerc-, retrocedi- y al final le dio un beso en la mejilla. Estuvo pensando en ese momento toda la noche, el dÃa siguiente y el resto de la semana. La oportunidad desperdiciada. Las vidrieras, la mugre. El fracaso. Todo se le vino encima de repente cuando se fue caminando por Florida y ella se perdi- en Lavalle. De su lado, los cines. Acá, la estaci-n de tren.
22
Para los padres de Diego, el estado civil era importante. El mundo se dividÃa en personas divorciadas y matrimonios estables. El resto no importaba.
Los dÃas siguientes fueron extraños. Además de ir al colegio, Diego no hacÃa nada. Falt- a orientaci-n vocacional, no tocaba un libro y ni siquiera miraba televisi-n. Se quedaba tirado en su cama, mirando el techo. Pensaba en ellos dos viviendo juntos, desnudos todo el tiempo. Se acord- de la propaganda de una marca de colchones. Imagin- que vivÃan en un country. Ella se parecÃa un poco a Belén Blanco, la de El caso MarÃa Soledad. Aunque era rubia. Y más alta. Y un poco mayor.
A la noche tuvo una cena familiar.
-Me voy a casar con una puta -dijo al pasar.
El padre se ri-. La madre le pidi- que se calle. La hermana menor opin- que era un tarado.
Al dÃa siguiente la visit- a Natalia. Le dio la plata ni bien entr- al departamento. “Eso le debe haber molestado”, reflexion- después.
Ella le ofreci- algo para tomar. Esta vez, él acept-.
-Estuvo lindo el otro dÃa -dijo ella.
Diego asinti-.
-¿C-mo puede ser que no tengas novia?
Él balbuce- alguna explicaci-n.
-Las chicas de tu edad están en la pavada -dijo ella.
Diego trat- de imaginársela a esa edad, pero no pudo hacerlo. Cada vez que la veÃa, le parecÃa mayor. O mejor dicho: diferente, como si su memoria y el presente nunca se pusieran de acuerdo.
-¿Y qué te gustarÃa hacer ahora?
A Diego la pregunta le pareci- una ingenuidad, hasta que se dio cuenta de que la respuesta no era simple. Ya le habÃa dado la plata. Pens- que eso lo habilitaba para decirle “vamos al dormitorio” o alguna frase por el estilo. La otra opci-n era quedarse ahÃ. Invitarla a dar una vuelta, algo.
-Charlemos un rato -dijo.
-Sos divertido.
-¿Te parece?
Ella asinti-.
-Pero sos chico.
-No soy tan chico.
-A mà me parece que sÃ.
-Probame.
-Ya lo hice. ¿No te acordás?
Estuvo a punto de preguntar “cuándo”, pero entendi- antes de hablar. Entonces le sali- contarle lo de la cena.
-Lo que pasa es que mis viejos me presionan todo el tiempo -dijo.
-Claro, eso es complicado.
-A vos te deben contar cada historia acá.
-Lo tuyo no es tan grave.
Diego se estir- sobre el sofá, para acercarse un poco.
-¿Sos asà con todos tus clientes?
Casi no termin- de formular la pregunta, por temor a que la incomodase, pero ella le respondi- sin problemas.
-No -dijo-, s-lo con vos.
Pens- que tal vez no fuera cierto, pero no le importaba tanto.
-A mà también me gustás -sigui- diciendo ella-. Sos un buen pibe. Pero no sé qué hacer. ¿Entendés lo que digo?
-Me pasa lo mismo.
-Yo vivo de esto? vos vas al colegio.
-Y, entonces, ¿qué hacemos? -pregunt- Diego.
SabÃa muy pocas cosas concretas. Una era que Natalia le gustaba. Lo demás habÃa quedado, de repente, oscurecido y en segundo plano.
Se miraron.
-No nos vamos a casar.
-No vamos a ir al cine juntos.
Diego se qued- pensando.
-Bueno, de vez en cuando?
-No me vas a presentar a tus amigas.
-Igual no tengo.
Ella se ri-.
*Sebastián Robles naci- en 1979. Es guionista y productor de radio.
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