Compartir

La resistencia de las putas

por Estefanía Santoro
Fotos: Rodrigo Ruiz
13 de septiembre de 2024

En la calle o en departamentos privados, el gran problema de las trabajadoras sexuales es la violencia policial. Se organizan con acciones colectivas para defenderse y desde hace décadas reclaman que su actividad sea reconocida como un trabajo.

En la esquina de Salta y Pavón, en plena Ciudad de Buenos Aires, hay cuerpos abatidos por la pobreza. Entre pensiones, hoteles familiares y personas que se encuentran directamente en situación de calle, los tacos altos, los labios pintados y la ropa ajustada de las trabajadoras sexuales completa el paisaje de la ciudad de la furia. Para ellas, de día o de noche, las calles del barrio de Constitución son su lugar de trabajo, su oficina.

Yokari Márquez Ortiz es alta y sus botas negras de caña larga le suman al menos 10 centímetros más, llegó de su Perú natal hace 15 años, allí también ejercía el trabajo sexual, sin derechos y con la misma condena social que existe en Argentina. Hoy vive en el barrio de Constitución y cuando no trabaja, se la pasa encerrada en su casa: “Ni siquiera puedo saludar con un beso o abrazar a alguien en la calle porque si la cámara de seguridad me toma, la policía interpreta que estoy vendiendo droga. Incluso cuando voy a pagar los impuestos me roban la plata, dicen que no podemos tener más de 30 mil pesos en la cartera, y si tenemos más hay que ir a la comisaría a decir cómo juntamos esa plata. Asi no trata la policía”

Una vecina con un changuito pasa por la esquina donde trabaja Yokari, se saludan y la vecina sigue su camino. Yokari se queda.

Esta mujer trans de 42 años forma parte de una red de resistencia y autodefensa que las putas supieron construir a partir de una herramienta sindical: la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR). Nació en 1994 para protegerlas de la violencia policial que sufren de manera sistemática. Un año después de su apertura, la asociación se sumó a la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), ese fue el inicio del camino para percibirse comotrabajadoras y reclamar por los derechos que aún no tienen.

“Historiacamente policía nos dejaba pararnos en una esquina, siempre y cuando le paguemos una coima. A nosotras ese gesto nos parecía amable, pero justamente esos mismos policías nos molían a golpes en una razia o nos armaban una causa para detenernos. Cuando nos unimos y nos organizamos nos dimos cuenta de que realmente ellos siempre nos vivieron, siempre fuimos la caja chica de la Policía”, dice Yokari. 


La violencia de la calle

Así describe Yokari la realidad que viven a diario: las que peor la pasan son las mujeres trans mayores de 40 años y aquellas que se encuentran en situación de calle. Producto de la exclusión social y la falta de acceso a derechos básicos, muchas caen en situación de consumo problemático y son detenidas como si fueran narcotraficantes. “Cuando detienen a una compañera la golpean, le roban su dinero y la tratan como varón porque no respetan la ley de identidad de género. En los móviles las llaman ‘el travestido’, nunca se refieren a nosotras en femenino aunque haya una ley que nos avale. El barrio de Constitución se quedó en los 90.”


Derecho a organizar el yire

Desde 1997 AMMAR integra la Red de Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe (RedTraSex), cuyo objetivo es apoyar y fortalecer la defensa y promoción de sus derechos humanos. La Red está compuesta por 15 países: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay.

Las trabajadoras sexuales están en contacto permanente, cuando una compañera cae detenida, dan aviso en un chat y se organizan entre ellas para llevarle algo de comida y abrigo a la comisaría. También se ponen en contacto con lxs abogadxs que suelen acompañarlas para lograr la libertad lo antes posible. “Cuando hay detenciones arbitrarias, la policía nos golpea el cuerpo, eso puede provocarnos la muerte porque las mujeres trans que, por falta de dinero tenemos aceite de avión como silicona, estamos condenadas a morirnos de un cáncer, pero a ellos no les importa”, cuenta Yokai y agrega: “Solamente pedimos derechos laborales para las trabajadoras sexuales, ya no quiero ver a mis compañeras mayores de edad paradas en una esquina, quiero que tengan una jubilación digna, como cualquier persona, para vivir tranquilas.

Yokari coordina el área social en Casa Roja, sede del sindicato, un espacio que se transformó en lugar de encuentro y acompañamiento colectivo donde realizan actividades abiertas, no solo a todas las trabajadoras sexuales, sino también, a lxs vecinxs del barrio: “Lo primero que nos enseñó el sindicato es a reconciliarnos con los vecinos, la policía nos hace ver como sujetos peligrosos, pero nosotras le enseñamos a los vecinos que no somos eso”, dice la coordinadora del área social. 

Organizan jornadas de trámites con el Renaper, reuniones de oftalmología con la visita de oculistas y por segundo año consecutivo festejaron el Día de la Niñez y recolectaron juguetes para donar. “Abrimos nuestra Casa también para los vecinos del barrio porque no queremos que se queden con esa imagen de vernos siempre detenidas, sino que vean que las putas hacemos cosas para el barrio y para los chicos.”

Dentro de los transfeminismos la discusión sobre si el trabajo sexual es trabajo no está saldada, frente al posicionamiento de la abolición de la prostitución, como lo denominan quienes no lo consideran un trabajo, Yokari asegura: “Yo elegí ser trabajadora sexual porque económicamente me va muy bien, soy dueña de mis horarios, no me manda nadie, yo decido con quién trabajar y con quién no. No soy una persona sometida. Quieren ponernos a nosotras como víctimas, pero solamente somos víctimas de la violencia policial. Nadie nos prostituye, somos autónomas.”

                                                      ******

Con los tacones de punta

La realidad de las trabajadoras sexuales que desarrollan su actividad en departamentos privados también está atravesada por la violencia policial. Lucy Valiente tiene 53 años, es Micaela para sus clientes. Ella empezó a ejercer el trabajo sexual a los 19, primero en la calle y después en departamentos donde se ofrecen servicios sexuales, esos que antes se promocionaban en el diario con avisos clasificados conocido como Rubro 59, hasta que en 2011 fue prohibido por decreto. En los 2000,  transitaba el mundo de la farándula y frecuentaba espacios de moda como el boliche Buenos Aires News.

“Nosotras no somos obligadas por nadie, cada una decide qué hacer con su cuerpo, tenemos un trabajo como cualquier otro, solo que nuestra herramienta es nuestro cuerpo. Queremos tener derechos, que se reconozca nuestro trabajo y poder acceder a una jubilación porque sin eso no nos queda otra que seguir trabajando”, explica Lucy.

Lucy, no siempre fue trabajadora sextual, tuvo otros empleos: fue administrativa, mucama, operaria en una fábrica y niñera, siempre volvió a elegir el trabajo sexual. “En todos los trabajos hay explotación, no pueden decir que solamente la hay en lo que yo hago, nunca me sentí explotada. Siempre busqué un bienestar económico para mi familia, soy mamá soltera, tengo cuatro hijos, a dos de ellos a, los adopté, y también tuve que ayudar a mis padres cuando se enfermaron. Los otros trabajos que tuve nunca me rindieron bien economicamente como el trabajo sexual”.

Cuando la familia de Lucy se enteró que era trabajadora sexual causó un shock muy grande, sin embargo, actualmente la apoyan: “Tanto mis hermanos como mis amigos están orgullosos de mí, de la familia que tengo y de cómo la saqué adelante. Claro que no todo es color de rosa, como en todos los trabajos, muchas veces los clientes con los que pude entablar mayor confianza me cuentan sus problemas y yo también les cuento los míos”, asegura con una sonrisa.

Para Lucy sus clientes nunca fueron un foco de violencia, sí lo es policía y los dueños de los departamentos privados por los que pasó. “Un propietario me llegó a pedir el 60 por ciento de mis ganancias, ahí estuve un tiempo corto. Me fui a trabajar en la calle a la zona de Once y tuve una mala experiencia con un comisario que me violentó”,  “Nadie te va a creer porque sos una prostituta”, le dijo el comisario cuando ella lo amenazó con denunciarlo. Después de esa experiencia no volvió a trabajar en la calle.

Mi cuerpo, mi decisión

A pesar de que su actividad continúa sin ser reconocida, las trabajadoras sexuales construyeron estrategias colectivas de trabajo que les permitieron sostener su actividad. En los noventa Lucy, y otras 15 trabajadoras,  formaron una cooperativa y lograron alquilar un departamento en Almagro, compartían todos los gastos. “El problema era que dos veces a la semana la policía venía, nos allanaba y encima se llevaba todas nuestras herramientas de trabajo y el dinero que recaudábamos, hasta los preservativos nos sacaban.” 

Se mudaron a otro espacio en Abasto, pero la persecución policial cayó también allí y tuvieron que irse. “Lo tomaban como que era un departamento privado regentado por una persona.” No solo la policía les pedía coimas, sino también funcionarios del Gobierno de la Ciudad: “Nos tenés que dar plata y nosotros te avisamos cuando haya algún allanamiento para que se vayan del lugar”, esa era la propuesta que le hacían pero ellas no tenían ningún regente, trabajaban de forma autónoma, promocionaban sus servicios en los diarios: “Hasta que un día tuvimos que irnos porque la persecución policial se puso más violenta.”

Hoy Lucy trabaja en un departamento privado en Nuñez al que asiste dos veces por semana, una parte de su ganancia debe destinarla al propietario: “El espacio es muy cómodo, por supuesto que nos gustaría trabajar en un lugar propio y que cada una pueda cobrar el total del servicio que brinda, pero con el aumento de los alquileres, los servicios y los equipos de limpieza, por más que nos juntemos entre varias chicas no llegamos a pagarlo. Lo intentamos, pero la falta de derechos laborales hace que muchas no podamos trabajar como realmente queremos.

La crisis económica también repercute en el trabajo de las putas, Lucy asegura que bajó mucho la demanda de servicios: “De cinco servicios que hacíamos antes ahora hacemos dos por día. Antes tenía clientes que venían a verme dos veces por semana y ahora solo vienen una vez al mes.”

Uno de los hijos de Lucy tiene una discapacidad, reconoce que gracias a su trabajo pudo brindarle una buena atención médica, sin embargo tardó muchos años en conseguir el Certificado Único de Discapacidad (CUD). Un día una amiga le dijo: '¿Vos sabés que tenemos un sindicato?´. Lucy jamás lo había escuchado. “Fue la primera vez que encontré a alguien que se interesó por nosotras. Las compañeras de AMMAR me ayudaron a conseguir el CUD para mi hijo que la obra social nunca me quiso dar, siempre decían que faltaba un papel.”

A través de AMMAR, Lucy fue la primera trabajadora sexual que logró acceder a un amparo que la protegía de los violentos allanamientos que sufría en los departamentos privados donde desarrollaba su actividad. Al menos durante seis meses cesó la persecución policial. “Cuando empecé a ir a AMMAR contaba mis problemas y ellas me contenían, ahí pude acceder a una abogada y también empecé terapia con una psicóloga. Ammar es como una familia para mí, en época de pandemia fue impresionante como nos ayudamos entre todas”, asegura.

Lucy sueña con una sociedad que deje de estigmatizarla por ser trabajadora sexual y que sus hijxs y nietxs no sean discriminados “por ser la hija o el nieto de un puta”. “No me da vergüenza lo que soy, al contrario, me siento orgullosa”, dice y concluye: “Si volviera a nacer, volvería a elegir el trabajo sexual.”