Van a quemar todo. Van a usar sogas largas untadas en alquitrán. Van a rociar la selva con chicha. Van a pintarla de brea. Van a agujerear los árboles. Van a comenzar por el humo. Van a disparar cañonazos ardientes. Van a prender fuego incluso las raíces. Especialmente las raíces. Ah, el fuego, el fuego. Un texto sobre Las niñas del naranjel, la última novela de Gabriela Cabezón Cámara, que es sobre el pasado pero también sobre ese futuro que ya llegó.
En un monte chaqueño del siglo diecisiete arderá el fuego que aún hoy sigue ardiendo. El fuego que arrasa con los montes, que corre a los indígenas de la tierra, que levanta las raíces y evita que cualquier cosa crezca. No es novedoso señalar que escribir sobre el pasado es siempre escribir sobre el presente, que el pasado no existe sino como algo que vamos a buscar, algo que traemos tirando desde una soga y que en esa soga pueden trenzarse todo tipo de voluntades, temores, preguntas y prejuicios. Quizás lo novedoso sea encontrar obras que se apropian de esta premisa y se hacen cargo de una escritura del pasado en conversación directa con el presente. Se trata de no usar el pasado como una forma de medir la distancia, sino como una forma de ser responsables y de acercarnos al fuego que sigue quemando.
Entre las sensaciones que quedan después de leer Las Niñas del Naranjel, el último libro de la escritora Gabriela Cabezón Cámara, empiezo por la que la convierte en una novela histórica, y no sólo un relato del pasado. Quedarán ustedes menos limpios después de esta novela. La distancia con el fuego que arrasa y se come los montes será cada vez menor, se sentirán ustedes un poco responsables por el desastre. La reflexión sobre o la reescritura de la historia oficial existe pero no es lineal, quiero decir, no se trata de invertir la relación entre malos y buenos mecánicamente ni atacar de lleno los grandes mitos.
Como novela histórica, su trabajo es sutil pero persistente, no sólo a través del personaje principal, sino (y quizás sobre todo) a través del despojo de todo condimento de gloria y heroísmo a una manga de milicos que deja bien pintados como lo que fueron, verdaderos turros sin ningún afecto o valor por la vida de otrxs. Cuando los reescribe, los acerca, y ahí está su gran valor. En el marco de un mundo cuyos relatos (occidentales) en general se empeñan en marcar distancias abismales con todo proceso genocida del pasado, las instancias en las que somos interpelados como sociedad del presente escasean. Gabriela no es panfletista al respecto, de hecho, es bastante viva: nos lleva por lo que parece ser una historia ajena, incluso, una historia personal, y cuando ya nos tiene mansxs, la piña nos ubica. El pasado es lo que parece ser, y además, es otra cosa.
Ya que la novela acaba de salir, y yo tuve la suerte de leerla pero quizás ustedes aún no, no voy a develar ningún aspecto de la trama que perjudique su experiencia. Sólo diré que Gabriela regresa a nosotrxs con toda la potencia y talento que le conocemos, pero también llega con ternuras nuevas. En su prosa se mete un guaraní que no es ajeno, porque siempre estuvo ahí y no necesita explicación. Un guaraní que se entiende sin saber guaraní, una conversación que no necesita ser traducida, la voz de dos niñas que no tienen que ser explicadas por otra. Su trabajo con la lengua es tan hábil que nos tiene leyendo una carta del siglo diecisiete sin la menor fatiga. La gran actualizadora de géneros rebautiza sin romper, con un cuidado de no perturbar esa criatura del pasado a la que alimenta de palabras. Cada vez más en su obra, Gabriela oscila hacia los márgenes. Del presente de la villa, al pasado de la pampa, al más pasado más pasado aún, cuando ninguno de los nombres que usamos para nombrar la cosa se ajusta a lo que la cosa era. Los márgenes de la colonia, las tierras bajas, fronterizas, mestizas, fragosas e imposibles de ser controladas. Las tierras en las que el monte todavía funcionaba como lugar de refugio, la gran casa de todxs, el vector de la insurgencia.
Siguiendo el curso del grandísimo Río Paraná, cerca de donde se convierte en Paraguay, existe un área –tan real como imaginaria– en la que viven las más grandes novelas históricas de nuestras tierras bajas. Allí, la madre de todos los ríos recibe a Las niñas del Naranjel y la lleva en su curso hacia su lugar ganado junto a Zama (Antonio Di Benedetto, 1956) y Río de las Congojas (Libertad Demitrópulos, 1981). Se abre entre estas tres una filiación secreta, articulada genealógicamente en monólogos que, nunca del todo centrales, se alejan cada vez más de las voces del poder y los grandes hombres hacia las muchas voces que habitaban esas fronteras y ahora también el monte. Las conecta, sobre todo, una cualidad mutante, que crece también en cada una.
¿Acaso no decidió Ventura Prieto darse a la caza de sí mismo bajo el nombre de Gaspar Toledo? ¿No terminó su vida María Muratore, la muertita, como el soldado Fernán Brete? Catalina de Erauso, conocida también como la Monja Alférez y encontrada en esta novela como Antonio, hombre-pajaro-mujer, es otrx que se licúa entre los límites porosos de la colonia temprana y se da a una vida elegida por su deseo. Me dirán que Ventura Prieto no es el protagonista de Zama, y es cierto. Pero Don Diego no escapa de la filiación, aunque sea por otra causa. Entre aquella y esta novela se tensa una línea de conducta, y posibilidades. Don Diego, la víctima de la espera, es aquel que hizo todo lo que se esperaba de él, contempló los plazos, anheló los títulos, guardó todas las formas que debían ser guardadas y persiguió así su ilusión de reconocimiento, nunca alcanzada. Antonio corre por el reverso de aquella vida, escapando en cada ocasión a la categoría fija, cambiando de nombre, de oficio, de cuerpo, de voz, de rango, de lengua y hasta de especie. Cambiando todo lo que podía ser cambiado, sin discutirlo demasiado. Como María Muratore, con esa suerte y ese milagrito, atraviesan las fronteras del género sin necesidad de dar demasiadas explicaciones. Con la laxitud que era posible para muchos cuerpos (cuerpos no indígenas ni racializados, en todos los casos), no tan vigilados por dispositivos médicos, de poder y conocimiento que vendrían después. También dentro de la filiación, crece en cada una de estas novelas el régimen de visibilidad y la atención hacia personas, cuerpos y experiencias indígenas. Bastante derogado en Zama, mucho más presente desde el mestizaje biológico y cultural en Río de las Congojas, en Las Niñas del Naranjel la atención está puesta de forma más directa en los cuerpos y personas indígenas, aunque no sean protagonistas, y se trata de una operación compleja que sale bien.
Gabriela combina las escenas de violencia más explícitas -entre ellas, una hoguera donde se quemaban personas, la imagen de una laguna rosa, cerosa, me persiguió esa noche en el sueño- con momentos de familiaridad y ternura del todo originales. Sobre todo en la relación de Antonio con las niñas, una relación de cuidado mutuo, pero también de tomada de pelo y de abandono, se ilumina el hecho de que, aunque su actitud haya sido salvadora, son ellas las que cuidan de él. Lo nombran, lo alimentan, lo visten de hombre-pájaro, lo acompañan hacia adentro del monte y le comparten todo lo que necesita saber para entender y aceptar el curso de las cosas. Incluso su propia voluntad heroica (salvar a las niñas de un cautiverio) se ve torcida por la fuerza de la realidad: él es el extranjero y necesita ser cuidado, para lo cual, en primera instancia, tiene que darse a la tarea de cuidar.
Sobre el final de la novela y algunas de sus más acertadas metáforas nada diré para no arruinarlo; pero contiene toda la luz que dentro de su prosa duerme y en algún momento se sacude. Las niñas del naranjel, una novela histórica pero también íntima, desviada y poblada de otras presencias, confirma algunas cosas que ya sabíamos y funciona también como pieza de futurología: el fuego que arderá en el pasado, todos los fuegos, siguen quemando.
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