En la cooperativa que le cambió la vida y de la que hoy es su presidenta, trabajó cargando cemento, doblando estribos y cocinando. Antes vendió pan en la calle, pasó frío y hambre, y tuvo que darle de comer a sus seis hermanos.
Hay películas estadounidenses –muchas– donde los protagonistas, a pesar de encontrarse en las peores circunstancias, logran sobreponerse y alcanzar sus objetivos: ganar un campeonato, triunfar como bailarín a pesar de una discapacidad, ser millonario, conquistar a la chica o el chico de sus sueños, llegar a la Luna, alcanzar la fama o simplemente el reconocimiento por parte de la sociedad. Es el sueño americano. Lo consiguen en las películas y una persona de cada miles.
En la vida real, en Argentina –como en casi todo el mundo– los sueños de las personas reales son menos ambiciosos aunque, dadas las circunstancias, muchas veces más difíciles: tener una casa propia, trabajo, educación para los hijos y que no falte nada, como ya pasó en otras épocas. Algunos los consiguen, muchos no. Hay ayuda de compañeros que hacen mucho más que dar una palabra de aliento. Y también un Estado, cuando está presente, que pone sus servicios a las necesidades de los necesitados. Y lucha. Lucha colectiva. Así fue –y es– el caso de Mirta Baum, que en el cooperativismo encontró su sueño argentino.
Mirta es la mayor de siete hermanos. Padre ausente. Madre que salía a laburar para poder sostener la familia. Tuvo que aprender a cocinar. Descubrió las mañas para hacer mucho con muy poco: patear la calle para conseguir los mejores precios de las verduras, elegir alimentos que sacien el hambre como sopas, pastel de carne o guisos. De más grande salió a trabajar a casas de familia. Luego fue madre. Más bocas que alimentar. Hacía pan casero y rosquitas y los salía a vender por el barrio. Pasó hambre, también frío. La ayudaron. El Plan Jefes y Jefas de Hogar fue el puntapié para poder comer y que la urgencia al fin no estuviera por delante de la vida. Después se crearon las cooperativas de trabajo para realizar viviendas. Ahí entró como cocinera. Ahí la ayudaron los compañeros. Ahí le cambió todo.
Cocinaba. Pero después del almuerzo no podía quedarse quieta. Quería aprender. Hacer más por ella y por los compañeros. “Cuando termina de cocinar me quedaba mirando a los compañeros cómo hacían el trabajo; después me sumaba para preparar la mezcla. Así arranqué, yo no sabía atar un clavo pero quería quería aprender y me echaban. Eran bien machistas, se enojaban porque no les gustaba que trabajara con la fuerza. Pero como a mí me gustaba e insistí, al final me enseñaron y fue una experiencia muy linda”. Así Mirta, sin abandonar la cocina, pasó a trabajar en la construcción. Cargaba bolsas de cemento de 50 kilos. Cuenta una leyenda en Florencio Varela que una vez los muchachos de otra obra la vieron laburar y quedaron absortos. Pidieron contratarla. Que se la cambiaban por otros tres compañeros. Mirta valía por tres. Un compañero de la cooperativa fue corriendo a verla. “Salí de acá”, le dijo. “No te quiero ver con una pala, con una carretilla ni nada. Te vamos a perder”. Lo que más le gustaba a Mirta en la construcción era doblar los estribos.
Dejó la construcción por cuestiones de salud pero se nota que extraña. Nos muestra las manos. “Miren, estoy orgullosa de tener estos callos”, dice. Como respondiendo a la “gilada” que confunde y relaciona las cooperativas con la vagancia. Para esta mujer el cooperativismo fue –y es– una escuela: “Me enseñó a darle valor a lo poco o mucho que tenemos, a administrar y cuidar. Eso es fundamental, le doy mucho valor a todo lo que pude lograr hasta ahora, lo cuido porque costó mucho".
En la construcción y en las cooperativas Mirta cumplió sus sueños. Trabajo, educación para sus hijos, no pasar más hambre y hasta un techo propio. Además hizo amigos y compañeros. Y aprendió a hacer algo que su destino no le tenía deparado: disfrutar. “Llego cinco y media de la mañana y me voy a las 6 de la tarde. Un día acá es lo más lindo que hay. Para mí está es mi casa, estoy mucho acá, me gusta mucho charlar con la gente. Yo me siento mal cuando no puedo ayudar. Me gusta el trabajo que tengo. Y además me ayudó mucho, yo no tenía vivienda, vivía de prestado, de la casa de un pariente a otro. Gracias a Dios tengo mi propio techo, le debo mucho a esto, demasiado”.
Cuando dice acá se refiere a la cooperativa Reconstruir LTDA. Ahí estamos ahora, donde la entrevista se interrumpe seguido porque siempre alguien entra a consultarle algo. Hoy Mirta es la presidenta. Tiene responsabilidades y funciones. Lo primero que hace bien temprano por la mañana es salir a comprar. Patea la calle y busca los mejores precios, como aprendió de chica. Hace los pedidos, envía los productos a las construcciones, va al banco, se encarga de los trámites, del papeleo también. Ya no la dejan ir más a trabajar en la construcción.Tampoco cocina mucho, aunque cuando va a visitar las obras no pierde las mañas: “A veces vamos a visitar a nuestros compañeros en Ezeiza, a escuchar las necesidades de cada uno, nos juntamos una vez por mes, llevamos un choricito o lo que 'haiga' y conversamos para saber las inquietudes de cada uno de ellos. Es muy bueno. A mí me gusta hacerlo. Eso es el cooperativismo. Ayudar. Yo los reto a los compañeros, porque capaz se sienten mal o están enfermos y siguen trabajando o no toman los remedios”.
En la oficina de Mirta hay cada vez más gente. Y nos reímos todos. Porque Mirta les dice a los compañeros que paren pero ella no para nunca. Trabaja 13 horas, desde las cinco y media de la mañana a las seis de la tarde. Por donde estamos, pasan todos los compañeros de Fecootraun, la federación de cooperativas de Florencio Varela. La entrevista se vuelve a interrumpir. Es un desfile incesante. Todos quieren ver a Mirta. Que los ayude y ayudarla. “Una persona que vivió lo que viví yo, va a saber lo qué es, entonces me gusta hacerlo. Al que pasó hambre, al que pasó frío, lo entiendo, entonces me gusta ayudar, tengo la experiencia. Acá la mayoría de la gente pasó por algo similar”.
Ayudar a los compañeros es la forma que tiene Mirta de agradecer el cambio que tuvo en su vida. “Fue muy triste, por la situación económica. Mi esposo era discapacitado y yo estaba sola. Él tenía una enfermedad que no lo dejaba moverse. No podía trabajar. Yo seguí luchando, luchando y sigo luchando. Fue muy triste. Pero muy bueno a la vez porque me sirvió de experiencia para salir adelante y lucharla. Salir adelante y lucharla me sirvió para muchas cosas. A valorar mucho, a trabajar, a ganarme mi pan y poder ayudar a mis hijos, yo no terminé la primaria y mis hermanos tampoco. Y cuando mis hijos empezaban a ir al colegio, yo no les podía enseñar, no les podía ayudar. El cooperativista aprende a darle valor a muchas cosas más. Yo cuando salgo a tomar mate a la puerta de mi casa, siempre pienso que el día que me muera le voy a dejar un techo a mi familia”. Cambió el rumbo. Para ella y para su familia. Y lo cambia día a día también para sus compañeros. Luchando, colectivamente. Y ahora tiene un nuevo desafío: se anotó en el Plan Fines para terminar de estudiar. Mirta es un sueño argentino que no veremos en ninguna película.
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