Juan Pablo Barrientos estuvo una semana viviendo y retratando el trabajo que todos los días hacen los mineros de Río Turbio, confinados en el sur de la Argentina y maltratados por éste y por casi todos los gobiernos. Una tarea vital para lograr la soberanía energética, que sin embargo es subestimada por el Estado.
Oscuridad y silencio. Una mezcla de olores y sensaciones acompañan a lo largo de los 15 kilómetros que deben recorrerse para llegar a las entrañas de la Tierra. Olor a madera, a tierra húmeda, a hierro y a carbón. Se respira diferente, espeso. La jornada es de seis horas, en condiciones imposibles para alguien ajeno a este oficio. Sin embargo, cuando termina, el mini bus que los regresa a la superficie se llena con unos 30 “viejitos” que bromean y se acomodan como pueden, con expresiones que evidencian la alegría de haberle ganado una batalla más al cerro. Todo esto es lo que extrañan los mineros que, ya jubilados, te cuentan la lucha eterna de Río Turbio contra todos los gobiernos de turno. Trabajadores con 30 o 40 años de antigüedad que no pueden romper la rutina de esos horarios, y a los que se les hace un nudo en la garganta cuando hablan de aquellos 14 compañeros que no pudieron salir y murieron en junio de 2004.
Ese hueco oscuro y maloliente que es la mina me dio miedo, honestamente me dio miedo
“Tenía 15 años cuando vine acá en 1967, no conocía ni las cuevas de los conejos. Imaginate el primer día, para colmo, yo que soy flaco, el cinto me daba dos vueltas. Tuve que llevar el cinto en la mano y ahí nomás para adentro. Uno de seguridad me dijo: ‘esto es esto, esto es lo otro, y así’, y al otro día a tirar cinta y cable. Ese hueco oscuro y maloliente que es la mina me dio miedo, honestamente me dio miedo, pero después llegué a quererlo tanto que si me sacaban de ahí me moría”, cuenta Ramón Paéz.
Lo que muestro son solo imágenes, un relato que, tal vez fragmentario, busca hacer visibles y tangibles a esas personas y a ese mundo de los confines casi siempre ignorados.
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