Mentir, la obligación docente

por Martín Estévez
21 de diciembre de 2018

Nos exigen que enseñemos el alegorismo español del siglo XV a chicas y chicos que no saben separar en sílabas y que faltan seguido por ser víctimas de violencia. ¿Les damos fotocopias y nos hacemos los boludos, o explicamos cosas de primaria y les preguntamos sobre sus problemas? Acá, un docente desesperado cuenta su experiencia.

Yo era periodista, creo. Trabajé quince años en Clarín, Fox Sports, El Gráfico, empresas que me parecían una mierda. Empecé a estudiar Letras para algún día irme del periodismo, pero me echaron de una patada en enero, cuando El Gráfico cerró para siempre.

De pronto, y casi sin darme cuenta, me convierto en profesor de literatura en escuelas públicas secundarias de Lomas de Zamora.

Agarro una suplencia en el último trimestre de un 6° año con ocho estudiantes. Siempre faltan dos, o cuatro, o siete. Una vez faltan los ocho. Pasan el límite de faltas porque trabajan, o porque se inunda el barrio, pero no quedan libres porque, si no hay estudiantes, cierran el curso, se pierden cargos, tal vez cierre la escuela. ¿Eso está bien o está mal?

Me obligan a enseñar temas que determina el Estado en el diseño curricular: me tocan el alegorismo español del siglo XV, vanguardias literarias y “la deformación exagerada de la realidad transformando lo terrible en grotesco y caricaturesco”. El que escribió esto, pienso, ¿estuvo alguna vez en una escuela?

El aula es chiquita, hace calor, no hay ventiladores; botiquín ni recreos.

Mis tres horas van todas juntas: 180 minutos sin parar. El aula es chiquita, hace calor, no hay ventiladores. Pregunto por qué no hay recreo. “El patio lo ocupa la primaria”, me responden. Lo noto enseguida: la primaria tiene los recreos, educación física y artística, todo pegadísimo a la ventana del aula. Si la abrimos, no nos escuchamos. Si la cerramos, morimos de calor y seguimos oyendo gritos, pelotazos y una canción de Gladys la bomba tucumana que ensayan para un acto.

En la primera clase les pido una redacción preguntándoles si son felices. Entregan un texto cortísimo que no dice casi nada, como si no supieran si lo son. Pregunto por la biblioteca. No hay. Había un estantecito con libros, me dicen, pero ayer se le cayó a una profe. Lo atajó para que no lastimara a un alumno y se cortó. Pero el colegio no tiene botiquín, me dicen, así que se fue.

Otro miércoles descubro que no saben qué es un verbo. No es culpa de ellos: alguien no se los enseñó, alguien los aprobó igual, alguien les negó el conocimiento al que tienen derecho. Tiro el diseño curricular a la mierda. En dos meses van a egresar y decido enseñarles lo que considero que les va a servir: intento empezar por las tildes, pero algunos no saben qué es una sílaba.

No saben qué es un verbo. No es culpa de ellos: alguien les negó el conocimiento al que tienen derecho.

En el temario miento: pongo “vanguardias literarias”, pero entorno la puerta (no tiene picaporte) y les enseñó a separar en sílabas. “Pa-na-de-rí-a”, decimos aplaudiendo. De a ratos sienten humillaciòn. Les juro que no es su culpa y que en dos meses van a saber poner las tildes. Que eso es lo importante. Que me ayuden. ¿Eso está bien o está mal?

Aunque no está en el “diseño curricular” preguntarles por su vida, me cuentan que sufrieron abusos, acoso, abandonos, violencias de todo tipo. ¿Cómo hablar de alegorismo en el siglo XV cuando tienen miedo, cuando sus familiares se quedan sin trabajo?

Pasaron los  tres meses. Las clases terminaron la semana pasada. No cobré nada, no sé cuándo voy a cobrar, ni cuánto voy a cobrar. Así es la docencia. Les pido que vengan una semana más, aunque no tienen obligación. “Vinimos porque usted es el primero que nos pregunta si somos felices”, me dice uno. “Me senté con mi familia y les pregunté qué les preocupaba, como hace usted con nosotros”, me cuenta otra.

Las clases terminaron la semana pasada. No cobré nada, no sé cuándo voy a cobrar, ni cuánto voy a cobrar. Así es la docencia.

Merecían aprobar todos por el esfuerzo, pero desaprobé a los que no aprendieron (en apenas tres meses) cosas que les tendrían que haber enseñado hace años. Es injusto, pero quiero que las aprendan, quiero pagarles un poco de la deuda que la educación tiene con ellos. Se los explico y lo entienden.

Lo que sí aprendieron es dónde van las tildes y qué fueron las vanguardias literarias. “La tierra estaba seca por no haber tomado café”, escribió Sofía, en una de las mejores construcciones vanguardistas que leí en la vida. Sin embargo, dará examen en diciembre porque nunca le enseñaron sobre sintaxis. ¿Eso está bien o está mal?

Terminamos la clase extra debatiendo sobre aborto, marihuana, feminismo, Dios, la muerte, los memes. Les conté que no fui feliz en este trimestre, excepto cuando estuve con ellas y ellos. Pienso que logramos algo porque durante tres meses me rompí la cabeza para que ocho adolescentes entiendan las esdrújulas, los caligramas y a agruparse para luchar contra el poder. Yo algo pude hacer, pero una docente de química con 200 estudiantes a cargo (ocho cursos, lo mínimo para comer todos los días) no puede hacer eso, no tiene herramientas, no es justo exigírselo. Que quede claro: lo que está mal no son los docentes, lo que está mal es todo el maldito sistema.

¿Cómo hablar de alegorismo en el siglo XV cuando tienen miedo, cuando sus familiares se quedan sin trabajo?

Si en estos tres meses confirmé que en las escuelas públicas casi nunca se sabe qué está bien y qué está mal, hoy tuve otra certeza: cuando los vi egresar sabiendo dónde van las tildes y preguntándose unos a otros si eran felices, supe que hacer lo que sea necesario para aumentar las posibilidades de que los oprimidos sean felices, incluso mentir, siempre, pero siempre estará bien.

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