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Docentes rurales, docentes fumigadas

por Mariana Aquino
Fotos: Vicky Cuomo
18 de junio de 2019

Ellas son maestras de campo por elección, porque les gusta el piberio corriendo por el patio de tierra y enseñar cerca de la naturaleza; y desde que los agrotóxicos ganaron la pulseada, son fumigadas. El glifosato amenaza sus escuelas y el agronegocio las tiene en la mira. Ellas no se rinden y gritan: “Paren de fumigar a nuestros gurises”.

Esta es una nota sobre maestras que luchan. Maestras que enseñan en el aula pero también afuera. Esta es una nota donde hablan Estela y Emilce, docentes rurales de Gualeguaychú que rechazan el uso del glifosato. Pero también es una nota sobre Ana Zabaloy, maestra fumigada en San Antonio de Areco, que dio todo por las causas justas, que dejó su legado contra el veneno en los campos; Ana Zabaloy, una militante de la vida, que la perdió mientras yo escribía estas líneas. Su muerte duele a todo el colectivo que denuncia el negocio de unos pocos y, a la vez, refuerza el compromiso con la agroecología.

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Emilce Altuna se fue al campo a enseñar. “Porque acá es más tranquilo. Acá los pibes son divinos, de familias humildes que quieren aprender.¡Mirá lo que es esto! La paz, los pajaritos, los árboles. Acá tenés paz”, nos dice en la entrada de la Escuela Rural  N° 66, la que dirige Estela Lemes, su compañera de andanzas contra el uso de glifosato en Gualeguaychú. 
 
“En el campo es más tranquilo”. Piensa (nostálgica) y garabatea con el pie en la tierra del patio escolar. Sabe que ya no es así, que allí todo cambió. Que no se puede estar tranquila cuando fumigan las tierras vecinas a su escuela, o la de una compañera; ¿Cómo estar tranquila cuando el piberío respira veneno? 

Son 1.023 las escuelas en riesgo en todo la provincia de Entre Ríos, de las cuales “el 80 por ciento fueron directamente rociadas con glifosato”, detalla un informe de la Asociación Gremial del Magisterio de Entre Ríos. Gualeguaychú tomó nota de la situación y -desde abril de 2018- está prohibido el uso, la venta y la comercialización de glifosato en esa ciudad. Pero hecha la ley, hecha la trampa: la escuela de Emilce -por ejemplo- está fuera del ejido del Departamento de Gualeguaychú; es una zona liberada donde las normas municipales no se cumplen. Por eso los campos más requeridos están allí, a donde aún puede fumigarse con agrotóxicos y no pasa nada. 

¿Cómo estar tranquila cuando el piberío respira veneno?

“Las maestras locas que denuncian”

El agronegocio es inescrupuloso, contamina sin preguntar. En los campos argentinos las fumigaciones se hacen a cualquier hora y en cualquier lugar. “Al principio no sabíamos bien qué era, de qué se trataba y mucho menos imaginábamos que iba a afectar tanto a la salud pero nos opusimos igual y nos decían ‘las maestras locas que denuncian’. Y mirá ahora”, reflexiona Estela, medicada de por vida. Los dolores musculares, la pérdida de equilibrio y la falta de aire la acompañan cada día. Tiene polineuropatía, producto de los agroquímicos a los que estuvo expuesta durante buen tiempo en su lugar de trabajo. Para no empeorar, se interna dos veces al año durante dos meses. Allí le hacen un tratamiento intensivo de reactivación muscular. Pero tan recurrentes son los mareos que padece que hace un mes se cayó y se fisuró una costilla. 

“Clorpirifós etil en sangre”. Ese fue el diagnóstico que recibió Estela en 2014, cuando se realizó los estudios. Clorpirifós etil es uno de los insecticidas que utilizan en los campos para evitar plagas en las cosechas. Ella lo tiene en su cuerpo.

Estela recuerda perfectamente aquella mañana de septiembre de 2012 cuando fumigaron el campo vecino en pleno horario escolar, con todo el alumnado en las aulas: “Estábamos limpiando la escuela porque teníamos una fiesta y queríamos dejar todo lindo. Cuando nos dimos cuenta de que estaban fumigando empezamos a hacer señas con los guardapolvos para avisarles que no se podía, que había chicos. No nos escucharon, siguieron. Llamé a las mamás para que vengan a buscar a los chicos y después llamé a la policía. Cuando llegó un patrullero recién ahí dejaron de fumigar. El dueño del campo, nos dijo que el producto era muy caro, que no lo podía desperdiciar. O sea que nuestras vidas valen menos que su veneno”.

Mientras charlamos en el patio de la escuela, pasa por la calle “un mosquito”, como se apoda familiarmente a la máquina que fumiga. Y Emilce comparte una inquietud que tiene hace rato: “Estela, ¿En algún momento, si te tratás, se va el glifosato de la sangre?”. Emilce está al frente de la Escuela Rural N°42 hace cuatro años. Cuando llegó ya fumigaban, y siguen fumigando. Pero ella prefiere no hacerse los estudios para ver si el veneno entró en su cuerpo. “Tal vez cuando tenga tiempo, después de jubilarme”, se justifica ante Estela, que la llevaría ahora mismo a hacerse el análisis, pero respeta sus tiempos. Aunque también sabe que cuanto antes, mejor.

El trabajo que no dignifica, mata

Si se nombra a la cosa, la cosa existe. Eso entiende el Gobierno y por eso elige llamar fitosanitarios a los agrotóxicos y plaguicidas al veneno que mata. En esa misma política, los sojeros no reconocen que los insecticidas que usan en los cultivos transgénicos dañan a las personas; ya sea porque apoyan el agronegocio - y el ecocidio silencioso que genera- o porque se llenan los bolsillos de billetes verdes. Pero, ¿los peones no dimensionan el daño que (se) hacen ejecutando las fumigaciones? ¿O puede más el miedo a perder el trabajo (mal pago y dañino pero trabajo al fin)?  La respuesta duele más: “Por miedo al hambre”, nos dice Emilce. 

No sabíamos bien qué era, de qué se trataba y mucho menos imaginábamos que iba a afectar tanto a la salud.

La gente del campo toma el agua contaminada, manipula venenos para fumigar y vive en zonas dominadas por el glifosato. Tal vez es mejor no pensar en el daño que generan en sus cuerpos los agrotóxicos; callan porque no les queda alternativa. No quieren perder sus trabajos, quedarse sin lo poco que tienen, eso les paraliza. Y a veces la desgracia cae cerca de los peones de campo: cuando un integrante de la familia empieza a tener síntomas, se mudan  a la ciudad y los varones se quedan en las chacras trabajando con el enemigo, con el veneno que enfermó a sus hijos e hijas.  

En la zona de la escuela 42 el agua está contaminada. No se puede consumir pero se consume. Emilce reconoce: “Nadie en el campo va a comprar agua envasada, no está la costumbre y además no se puede costear económicamente. Así que acá la gente se sigue contaminando”. El silencio sigue. Todos, todas callan. Menos ellas.

 

¿Por qué apuntan a las escuelas rurales?

En el campo, con menos mano de obra se trabaja mejor. Los grandes pooles sojeros apuestan a despoblar y despolitizar a la población rural; quieren evitar la organización. Y para ello qué mejor que terminar con las escuelas, lugares de formación y debate para la sociedad en elecciones, en asambleas vecinales, en campañas sanitarias y fiestas regionales. En las escuelas rurales se pone en práctica la soberanía y eso se rechaza desde el poder. Las docentes lo saben, por eso defienden sus lugares con uñas y dientes. “No nos quieren organizadas, nos quieren sumisas y sin contacto con la sociedad. Si difundimos esto, si se toma plena conciencia de que el glifosato mata, ellos pierden; por eso atacan a las escuelas rurales, no por la tierrita que ocupamos, sino por el peligro de que hablemos. Por eso dicen que mejor sería mudar escuelas a evitar fumigaciones”, denuncia Emilce. 

La entrevista con las docentes fumigadas de Gualeguaychú termina. Estela tiene que irse a uno de sus controles semanales en una clínica del centro; así es su vida desde que la fumigaron. 

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Una semana después de esta visita, la noticia de la muerte de Ana Zabaloy cae como un rayo en el medio del pecho de la lucha ambiental. Ana,“una militante de las causas justas”, como la definió su amiga, la docente Laura Calderón, denunció durante años los problemas de salud que generan las fumigaciones (ella misma los padeció), se enfrentó a intereses que jamás pensó enfrentarse, creó conciencia en la sociedad y organizó a sus colegas y compañeras; y murió, víctima de un cáncer que, después de ser fumigada, la volvió a atacar.

¿En algún momento, si te tratás, se va el glifosato de la sangre, Estela?

“Paren de fumigar las escuelas y poblados rurales. Paren de enfermarnos. Paren de matarnos”, clamaba Ana en una carta que tiempo atrás publicamos en este medio. Estela y Emilce, y tantas otras docentes, conocieron a Ana en la lucha y así la quieren recordar. 

Estela me envía un audio de Whatsapp al día siguiente de la muerte de Ana, necesita hablar: “Qué impotencia y dolor nos da que otra vida más se apague y a los malditos sojeros no se les mueve un pelo. Vamos a seguir su lucha, su nombre estará en todos lados porque ella le puso el cuerpo y el alma a esta causa, a la defensa de sus alumnos, a la salud de todos; y su partida, Mariana, no será en vano”. 

Este es el modelo de la muerte que llamamos agroexportador, esta es la patria sojera que prioriza el lucro por sobre la salud de las personas, el suelo, los animales y las plantas. Ya perdimos a Ana. ¿Cuántas vidas más vamos a entregar a un sistema siniestro que nos contamina, enferma y mata? Contamina, enferma y mata. No es joda.