Soledad, su esposo y sus dos hijos se contagiaron de Covid-19. La familia está recuperada pero todavía rondan los fantasmas de las internaciones y el aislamiento. Los miedos de madre, la solidaridad del entorno y el sostén médico para acompañar la incertidumbre.
Soledad González (40) sonríe al abrirnos las puertas de su casa, en el barrio Santa Cecilia, al extremo norte de Ituzaingó; donde las calles no llegan a ser de pavimento, sino de un asfalto “mejorado”: cascotes, piedras, azulejos y tierra que intentan disimular los pozos y las depresiones del camino.
Soledad confiesa que está bien dentro de “la nueva normalidad”. Pudo continuar con el profesorado de educación especial que arrancó el año pasado en el Instituto de Formación Docente Nº 21 Ricardo Rojas, en Moreno. Su marido Juan (37) volvió a trabajar –es lechero– como chofer de reparto en Caballito. Sus hijos, Lorenzo (12) y Agustín (15) continúan con las clases virtuales del colegio.
En ese momento, el hijo más chico entra a la casa.
Se quita el barbijo que lleva puesto, agarra de algún lugar cercano a la puerta –donde suele haber un portallaves– un pulverizador grande que contiene alcohol y gatilla sobre el tapabocas. No una vez: varias. Hace lo mismo con sus manos. El procedimiento es rápido y sistemático, pero al mismo tiempo consciente.
–Todavía está ese miedito… Dicen que te podés volver a contagiar –desliza Soledad, mientras toma unos mates y deja su barbijo apoyado sobre la mesa. A una distancia prudente, nos sentamos y conversamos sobre su historia.
El caso de su familia fue el primero en el barrio.
Juan, quien se crió a pocas cuadras de donde vive, empezó con síntomas el 30 de mayo. Fue un domingo a la mañana. Un fuerte dolor de cabeza y fiebre alta levantaron sospecha. ¿Sería dengue o acaso coronavirus? Para ese entonces la enfermedad que trasmite el mosquito ya hacía estragos.
Llamaron a la obra social (Sancor Salud) para recibir asistencia pero no les atendieron. Tuvieron que ir a la guardia de la Clínica Modelo de Morón, donde a Juan le hicieron una tomografía. Un enfisema pulmonar –afección que causa dificultad para respirar– derivó en que Juan debiera ser trasladado por sospecha de Covid-19.
El hisopado confirmó lo peor.
Hasta ese momento Soledad no se había despegado un segundo de su marido. Cinco días estuvo internado Juan en la Clínica Corporación Médica Laboral, en el partido de San Martín. La ART se hizo cargo de cubrir los costos del hisopado y los estudios.
Soledad debió volver a su casa porque sus hijos estaban solos. Al otro día salió en busca de comida. Entre tanto desasosiego compró lo que pudo, como para no salir en dos semanas. A esa altura a Soledad ya le rondaba por la cabeza la idea de que todos en su familia eran casos positivos de coronavirus.
Y no se equivocó. Ese mismo día, su hijo más grande empezó con síntomas.
--Te dicen que el virus ataca a los adultos mayores, pero igual la preocupación es mucha. En la obra social si no tenés fiebre alta no te dan bola. Además, hay falta de información adrede, cuanto menos sepas mejor --reclama.
Pasaron más de tres meses de este calvario y Soledad todavía espera que desde la obra social le den los resultados de laboratorio del tercer hisopado que le hicieron.
--Me quisieron cobrar ocho mil pesos un hisopado, y yo sé por mi papá, que es médico, que salen mil trescientos pesos. Es todo un negocio.
Llamó al 148 para saber qué protocolo seguir, pero lo único que le informaron es que debía comunicarse con la obra social.
Insistió.
Fue un caos.
La atendieron.
Para su infortunio, a su hijo de 15 años, al ser sospechoso de Covid-19, debían trasladarlo solo.
Soledad aún lamenta no haberlo acompañado. La imagen de la ambulancia. Su hijo. Pero cómo hacer, con su marido internado: ¿Quién iba a cuidar de Lorenzo, el más chico?
A Agustín lo internaron en San Martín, al igual que a su papá. Sin embargo, en ese lapso de tiempo estuvieron seis horas sin saber nada de él, hasta que pudieron ubicarlo por teléfono desde la clínica. Fueron momentos de mucha angustia y desesperación.
Soledad no cree en Dios. Sí cree en la buena energía de las personas. Y que esa energía, de una forma u otra, siempre llega. Esa buena vibra puede traducirse en amor. Empatía. Solidaridad. La experiencia del dar y recibir sin intereses ocultos puede que sea maravillosa, a tal punto de emocionar hasta las lágrimas.
--Cuando yo estaba internada mis vecinos me mandaban fotos para mostrarme las bolsitas con golosinas que dejaban para mis hijos en la puerta de mi casa. Tenían esos gestos. Uno escucha tantas veces historias de vecinos que atacan y realizan actos de vandalismo. Yo conozco a mis vecinos, pero uno nunca sabe --nos dice Soledad, con cierta sorpresa.
Sus amigos. Su papá y su mamá, que viven en Avellaneda pero que estuvieron siempre en contacto. Su suegra, que vive a diez cuadras. Sus profesores y profesoras del instituto, quienes le hicieron un video para darle fuerzas y la motivaron desde el logro.
Todos y todas colaboraron y tejieron lazos con humanidad para que Soledad se sienta querida y acompañada a la distancia. Lograron que esté alegre y mantuviera una sonrisa, incluso en el momento más adverso: cuando los médicos le dijeron que existía la posibilidad de trasladarla a terapia intensiva y que debían intubarla porque la neumonía había avanzado.
De su familia, Soledad fue la última en internarse por coronavirus. Cuando su marido Juan y su hijo más grande volvieron a casa para cumplir con el aislamiento, ella empezó con tos, dolores a la altura del esternón y fiebre alta. Pero lo que más le preocupaba a Soledad era la salud de Lorenzo: es alérgico y presenta un cuadro de asma leve, y como el virus es respiratorio, temía que le afectara.
Habló con la obra social. Llevaron a ambos a la Clínica Modelo de Morón, les hicieron el hisopado y los aislaron en una habitación en pediatría. Les confirmaron que eran positivos.
Por medio de una tomografía detectaron que Soledad tenía los pulmones comprometidos. Le indicaron que debía quedarse internada por un cuadro de neumonía. Y que de ser necesario iban a realizarle una transfusión de plasma.
"En la obra social si no tenés fiebre alta no te dan bola. Además, hay falta de información adrede, cuanto menos sepas mejor".
Lorenzo, al no presentar síntomas y ser menor de edad, tuvo que ir a buscarlo un familiar. Había sido su compañía durante dos días, había aguantado toda la angustia por él. Lo despidió con una sonrisa.
--Lloraba sola. La incertidumbre de no saber si vas a ver de nuevo a tu familia te mata. A veces me enojo con la gente que cree que es una gripecita, hay que estar en esa situación de no saber qué va a pasar con vos.
Desde la Municipalidad de Ituzaingó les hicieron un buen seguimiento, llamaban enfermeras cada dos días para saber cómo evolucionaban, para indicarles qué podían hacer y qué no. De hecho, fue el municipio que les dio el alta definitiva, el 6 de julio.
Soledad nos señala en el calendario sujeto sobre una de las paredes de la cocina de su casa, la fecha que recordará por el resto de los tiempos.
Estuvo 15 días en internación. La primera semana fue tremenda para ella porque la fiebre no bajaba. No alcanzaba con los paños, ni siquiera con meterse al baño y darse una ducha de agua fría.
Le hicieron otra tomografía. Otro hisopado.
Le auscultaron los pulmones.
Le dieron antibióticos.
Le sacaron sangre de la arteria para estudiar su oxigenación y ver cómo evolucionaba.
Sin embargo, la neumonía había empeorado mucho. Soledad les preguntaba todo a los médicos. Ahí le dijeron que la iban a intubar para darle asistencia por respiración mecánica, que era mejor hacerlo desde el principio.
A Soledad se le vino el mundo a bajo. Estaba asustada y con miedo.
Era mediados de junio y el sistema de salud no estaba del todo colapsado. Todavía había camas y respiradores disponibles.
--Ahora está todo muy jodido. Las enfermeras se ponen todo al hombro, los médicos también. Están al pie del cañón --dice.
Su papá fue otro de los pilares. A lo lejos estuvo presente cual ángel guardián. Desde el teléfono, desde la videollamada, le ganó a la impotencia de no poder estar en familia, de no poder dar un brazo o simplemente una caricia. Y transmitió su buena energía.
Así como enfermó, Soledad curó. Si bien en ningún momento tuvo dificultades para respirar, en la clínica debieron asistirla con oxígeno durante varios días.
Mientras estuvo internada, a Soledad la cambiaron dos veces de habitación, lo que hizo que conociera a tres pacientes: una chica de 20 años, sin síntomas, con familiares aislados. Una persona adulta, con un cuadro parecido al suyo. Y una mujer de cincuenta y pico que de un día para el otro empeoró muchísimo, a tal punto de no poder respirar ni caminar por sus propios medios.
A esa mujer la trasladaron a terapia intensiva y cuando Soledad preguntó, le dijeron que seguía igual. Ahí se dio cuenta que su cuadro no había sido tan crítico y que, después de todo, había sido afortunada.
Lo cuenta desde la cocina de su casa y en sus ojos aparece un brillo especial. Ella, su marido y sus hijos son parte de la estadística favorable, mientras el Covid-19 avanza cobrándose vidas todos los días.
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