Corrientes, la guerra contra la naturaleza

por Lucas Pedulla
Fotos: Juliana Faggi
25 de febrero de 2022

Un recorrido por rutas y parajes asolados por el fuego. Pobladores que perdieron sus casas. Familias sin agua. Bomberos que vienen de otras provincias a ayudar. La transformación territorial por los monocultivos. Y un cacique guaraní que trajo la lluvia con chamamé. Segunda nota de la cobertura colaborativa junto a lavaca.

El reloj marca las 10:45 de la mañana, la temperatura en la Ruta Provincial 5 alerta 41 grados, y en el pastizal que se está quemando a la derecha del camino en Loma de Vallejos, a 94 kilómetros de Corrientes, sobresale, primero, un sombrero.

Luego, un caballo.

Luego, un hombre.

Se lo ve arriando a sus vacas para alejarlas de un foco que humea denso, silencioso, aparentemente distante, pero que avanza sin pausa. El hombre se acerca a la ruta, transpirado -piel curtida, mirada cansada- y pide un poco de agua. Se llama Ireneo Mesa, propietario del campo, tiene 70 años, 300 cabezas de ganado, y tenía una casa: la acaba de perder.

“Se me quemó toda”, dice, voz tranquila, resignada. “Perdimos todo el material, el alambrado, la cocina. No puedo llamar a nadie porque no tengo teléfono. Todavía no vino nadie. El incendio empezó a las 5:30, antes de las 6. Para mí fueron unos que pasaron en moto, porque ayer no había nada. ¿Por qué? Para hacer la maldad, nomás”.

Hay enfrente un patrullero de la policía provincial. El comisario inspector Peralta saluda y dice que aguardan por una dotación de 16 brigadistas que llegaron de San Juan. “Fueron a cargar combustible”, avisa. Es del interior de la provincia y nunca vio algo así. Señala el lado izquierdo de la ruta, enfrente del campo de Ireneo: “Este comenzó a quemarse el sábado. Tuvimos que cortar el paso dos horas porque era imposible transitar por el humo. Parecía que salía fuego del asfalto mismo, porque cuando ya no hay nada que quemar, sigue por abajo. Mire lo que es: no quedó nada”.

Miramos: todo negro.

Causas y consecuencias

Los fríos números encadenan cada día un eslabón más al desastre: el cuarto informe del INTA Corrientes, en base a datos que aporta el Grupo de Recursos Naturales de la Estación Experimental Agropecuaria provincial, alertó que al 21 de febrero la superficie correntina arrasada era del 11%.

El porcentaje equivale a 934.238 hectáreas, unas 46 veces la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Sobre la ruta, los números toman forma: el color es negro, la textura de las raices se quiebra al tacto, el olor es a ceniza. “Esto era una cañada, un pastizal que se inundaba temporalmente”, señala Emilo Spataro, experto en gestión ambiental, uno de los fundadores de Guardianes del Y’verá, organización que hace décadas denuncia y alerta sobre las causas y consecuencias de la transformación de un modelo productivo que hoy estalló de forma dramática. Aquí, a 15 kilómetros del pueblo de San Luis del Palmar, lo que señala Emilio es un ejemplo: donde había agua, este verano hubo vegetación seca.

Por la Ruta Provincial 5, entre el humo espeso, se comienza a ver un efecto de ese reordenamiento: de un lado bosque nativo, del otro pinos o eucaliptos. “De un lado, decenas de especies, y del otro especie única”, traduce Spataro. Las organizaciones señalaron que esa masa única es gran responsable de la crisis actual: uno de los clusters de forestaciones se produce todo alrededor del Parque Nacional Iberá, en el centro de la provincia, una de las zonas más afectadas por los fuegos.

“El monocultivo forestal, como todo monocultivo, es la destrucción total de variables ambientales de forma sistemática”, explica Spataro. “En el caso de las forestaciones, fumigan con glifosato para eliminar la vegetación. En los pastizales, hacen surcos para sembrar pinos y eucaliptos. En los humedales, introducen canales y terraplenes para sistematizar el manejo del agua: a medida que crecen, aumenta el consumo. La especie, además, es invasora: el viento lo dispersa y crece al borde de una laguna, lo coloniza y se arma un pinar espontáneo, que lo seca”.

El auto se detiene.

El humo lo tapa todo.

Bautismos de fuego

El fuego viene del estero Santa Lucía, en el departamento de San Miguel, a 167 kilómetros de Corrientes capital. Sobre la ruta 118 hay una dotación de tres bombreros del cuartel de Leones, de Córdoba, que ahora almuerzan porque fueron relevados. Otros dos cuarteles -Villa Dolores y Yacanto, también de Córdoba- están trabajando en otros parajes. Llegaron el sábado y se están quedando en una escuela rural a 30 km junto a otros bomberos y brigadistas que dependen del Sistema Nacional de Manejo de Fuego.

Bruno Maurer es bombero voluntario, tiene 28 años y un deseo: “Esperemos que llueva a ver si nos da una mano porque no damos abasto. Vamos cubriendo en la medida que podemos. Es triste por el medioambiente: podés hacer poco y nada mientras ves cómo daña un ecosistema que no se recupera más”. Jorge González, 40, y una hija que llama todos los días para que no se preocupe y se ponga a llorar: “Nos da impotencia, porque no podemos estar en todos lados”. Angel Pena, 46, y es el jefe: “Lo único que queremos es poner nuestro granito de arena, aunque sea lo mínimo, para ayudar en algo”.

A cinco metros hay un camión del ejército con cinco chicos del Batallón de Ingenieros Blindados de Concepción del Uruguay, Entre Ríos, que están descansando. Lo de chicos no es una generalidad: David Zanabria es voluntario de segunda en comisión y tiene 23 años. “Llegamos el sábado y el domingo nos metieron de lleno contra el fuego. Los brigadistas lo llaman ‘bautimo de fuego’. Se nos reían porque nos decían: ‘Cómo los van a meter a ustedes que tienen un curso apenas en terrible bautismo’”.

Con el humo que lo inunda todo, cada testimonio suena aún más tremendo. El curso de un mes lo hicieron en el batallón: “Nada que ver con lo que estamos enfrentando ahora. Nos dijeron de técnicas, movimientos, herramientas, pero no hicimos las prácticas. Acá tenemos el fuego enfrente y tenemos que hacer una brecha en menos de cinco minutos para que no avance del otro lado. Sin ese curso, estaríamos en pelotas”.

Los soldados Ernesto Goydar y Marcelo del Valle cumplieron 20 y 22 años el martes: “Nos dieron un budín”, dicen, en festejos que pasaron entre el humo. “Es una tragedia lo que pasa: la gente llora, destrozada, ven que viene el fuego y no quieren abandonar sus cosas, su casa, intentan salvar lo que puedan, entre lágrimas. Por suerte los dos fuegos que estaban por llegar los pudimos tirar”.

Se levantan todos los días a las 5:30 y no tienen hora de repliegue. Zanabria: “Si estamos batallando y está calmado a las 8 de la noche tiran la orden, pero si se reactiva tenemos que quedarnos hasta que se apacigue para irnos tranquilos. Si no se puede, nos vamos hasta el día siguiente”.

¿Y sus familias? “Tratamos de no pasarles el nerviosismo para que no se preocupen. Capaz nos duele todo, pero aunque estemos quebrados, lo camuflamos”.

Sobre la ruta, apoyados en una moto, Olegario (42) y María Ester (41) observan todo con lágrimas en los ojos, y no es por el humo. “Nacimos y nos criamos acá. Nunca vimos esto, desde el sábado que estamos así. El domingo se le quemó la casa a un abuelito, perdió todo. Lo vimos. Nosotros estamos muy cerquita, nos está rondando. Tenemos 5 hijos y una nietita de 2. Estamos en una crisis porque no hay fruta, no tenemos verdura, nada, porque no tenemos agua. ¡No hay agua! Todo seco, no se produce nada. El otro día alguien vino de Corrientes y nos trajeron agua mineral, pero nada más. A veces te largás a llorar de impotencia, porque nadie sabe lo que va a pasar. Antes se quemaba un pedacito, no tenías miedo: hoy tenemos miedo hasta de dormir”.

Ella trabaja haciendo changas de panadería en su casa en Paraje Caimán.

Él, en un aserradero, con eucaliptos: “Trabajo de 5 a 10 y otro poquito por la tarde, pero no puedo faltar porque no cobro, si no. Mirá”, dice y se muestra la pierna, con sangre aún sin cicatrizar. Se muestra el dedo: “Está machucado. Si te distraés, fuiste”.
Cobra 140 pesos la hora. “Una miseria”, dice, como si hiciera falta aclararlo.

Sobre humo & especulaciones

Los bomberos y los brigadistas se desplazan a la ruta a ordenar el tránsito porque el humo -ahora gris- ya impide la visión. Hay que pasar con cuidado. El tramo no llega a ser de un kilómetro pero es una prueba de cómo, en segundos, puede cambiar todo.

“Muchos echaron la culpa a los pobladores de los fuegos”, dice Spataro, cuando la visión se despeja un poco. “Muchos tienen únicamente la banquina para pastar las 3 ó 4 vacas que tienen, en otro efecto de la acaparación de tierras. Están acostumbrados a quemar el pastizal para que rebrote, pero nadie les dice ni les explica que estamos en un contexto de cambio climático: es responsabilidad del poder político difundir cuáles son las particularidades para que los pobladores no quemen”.

También hay intereses sobre las tierras: en medio de este contexto crítico, Juntos por el Cambio pidió derogar la ley de Manejo del Fuego, que prohíbe la venta y el cambio de uso de tierras incendiadas en un lapso de 60 años para evitar especulaciones. “Es muy obvio”, dice Spataro. ¿Qué tipo de proyección productiva hay en esas tierras? “Plantaciones forestales y ganadería. Los humedales son caros de intervenir porque necesitan una inversión fuerte, pero ahora que están secos el fuego los destruye de forma barata”. Un ejemplo: “Tenés 10 mil hectáreas: 5 mil de pasturas y 5 mil de humedales profundos. Con fuego, para fin de año, podés tener 10 mil de pastura”.

Allí se entiende la importancia de la Ley de Humedales que el Congreso cajoneó y este año perdió por tercera vez estado parlamentario. Hay promesas de presentarlo con la apertura de sesiones en marzo, pero el humo no es exclusividad correntina: “La ley crearía los instrumentos de gestión del territorio necesarios para que esto no pase más. Implica que cada provincia tenga que incluir a sus humedales en un proceso de reordenamiento territorial participativo. Que haya sectores que discutan si es útil destruir buenas tierra de pastura, cañadas y lagunas para forestaciones homogéneas o si es buena idea forestar parajes rurales alrededor de los pueblos con el riesgo de incendio que significa. No estamos en contra de la producción, los extractivistas lo están. Hubiera cambiado esta historia si hace 10 años hubiéramos tenido ley de humedales”.

La naturaleza rebelde

Las camionetas de Guardianes del Y’verá llegan al cuartel de bomberos de Concepción, a 190 kilómetros de Corrientes, a dejar donaciones: bidones de agua, bebidas isotónicas, mochilas, calzado, medicamentos. Les recibe la delegación con María Rosana Ojeda, 42 años, 12 como presidenta de la asociación civil: “Agradezco mucho a Dios que aquí no tuvimos pérdidas materiales de las casas. Muchos animalitos sí murieron porque se quemaron los bosques nativos. Otros que sobrevivieron están en problemas hoy, porque muchas personas están sin agua potable”.

Cuenta que no tuvieron visitas de brigadistas y que la única ayuda recibida fue de Nación. “Hay cuatro aviones hidrantes en el predio y bomberos de un lado a otro”. Dentro de la regional que integran, muchos pueblos no tienen móviles, entonces Concepción -con tres vehículos, una estructura que otros zonas no tienen, ni siquiera con cuarteles- puede asistir. Ojeda: “Esta crisis evidenció el abandono total. Da mucha bronca porque nadie aparece, nadie dice nada, vienen para la foto. Mintieron demasiado: si recibimos subsidios provinciales es porque se está quemando Corrientes (en el interior llaman Corrientes a la capital). Lo que tenemos son móviles nacionales, y después hay mucho chiquitito para hacernos callar la boca. A veces te aguantás y te tenés que agarrar de donde venga. Hay mucha impotencia”.

¿Qué queda? “Rogar que llueva, y que sea lo que Dios quiera”.

Cerca del cuartel vive Miriam Sotelo, delegada del Consejo de Participación Indígena (CPI), y referente de la comunidad Yahaveré, aquella que empezó a denunciar la tragedia anunciada hace años: “La naturaleza está en total rebeldía. En todo su esplendor, nos está mandando un mensaje. Cuando nos despojaron de nuestra tierra, nos sacaron y nos humillaron, nadie hizo nada. Nosotros somos dueños de esos lugares y no hicimos ningún negocio, pero no fuimos defendidos de la misma manera. Hoy la respuesta política está siendo subsidiar a las mismas empresas que nos llevaron a esto. Yo tengo un hijo y un sobrino de 9 años: ¿qué les estamos dejando a ellos?”.

A nivel social también quedó, con el desastre en curso, la respuesta política fuera que el gobernador correntino Gustavo Valdés y el ministro de Medio Ambiente de Nación, Juan Cabandié, se culparan mutuamente: “La responsabilidad primigenia es del gobierno provincial porque es la titular de los recursos naturales. Además, lo del gobernador fue bochornoso: estaba de vacaciones, culpó a la mala suerte y pidió plata a Estados Unidos. Pero el ministro se escuda en falsedades”.

En 2021, la Corte Suprema revolvió que Nación tiene competencia para intervenir y regular el uso del agua en el caso del Río Ayuí: se trata del proyecto que unía al vicepresidente del Grupo Clarín, José Aranda, con el millonario George Soros, en la construcción de una represa. La provincia había demandado a Nación diciendo que violaba la autonomía provincial, pero la Corte lo rechazó. “Dijo que la tutela de los recursos no implica que Nación no tenga postedad de supervisar el cumplimiento de las leyes nacionales. Entonces Cabandié no sólo podía, sino que debía hacer más”.

Cristian Piriz es de San Miguel, una de las zonas afectadas ayer y hoy. Referente de Guardianes del Yverá, se sumó a la organización después de un encuentro de pueblos fumigados que se hizo en Pellegrini, luego de ver durante años cómo las forestales destruyeron las comunidades: “Vendían las tierras por monedas y se iban a vivir a otro lugar. Sabemos cuál es la raíz del problema. Más de uno la vivió en carne propia”.

Por eso, con las denuncias de años hechas realidad de forma trágica, hoy piensa que tiene que haber una acción diferente. “Tiene que haber un punto de quiebre. A la sociedad le hizo un click distinto el hecho de visualizar lucha que parecían aisladas, en distintos lugares, pero que tenían que ver con este tipo de eventos. Los únicos que no reaccionan es la clase dirigente, que sí sabe, pero no le importa, y continúa con decisiones que afectan los territorios. Hoy estamos básicamente dependiente de la lluvia. Si después de esto no hay un cambio mucho mayor, no va a haber solución”.

Hasta la raíz

Ceferino Ríos tiene 57 años, es el karaí guasú (cacique) de la comunidad guaraní Ñu Puhi, y es otro de los referentes que luchó en defensa del territorio contra las empresas que alambraron con púas y monocultivos el Iberá. “Querían sacar a todo los lugareños y adueñarse de los campos, porque el interés de ellos es el agua y el turismo. Este modelo nos hizo mucho daño. La forestación trajo muchos problemas. Si no fuera por la organización Guardianes del Yverá, nos hubieran echado hace años”.

Hoy siguen resistiendo. La comunidad pertenece al departamento de Ituzaingó, al norte de la provincia (otra de las zonas afectadas), pero Ceferino viene cada 15 días al potrero que era de su familia, en Concepción. Mientras habla, a 300 metros se ve fuego. Ya fue y vino una camioneta de bomberos (“Si se complica, avise”, le dijeron) y se ven avionetas que sobrevuelan y arrojan agua que parece no hacer nada.

“Está desde enero el humo y nadie lo puede apagar”, dice, tranquilo. “Únicamente el de arriba puede, con lluvia, porque el fuego va bajo tierra: se quema arriba, se quema más abajo, y se quema hasta la raíz, ahí sigue bajo tierra. Era un monte con juncal y totora, de raíz gruesa. ¿Miedo? No. Estamo acostumbrados. Lo que sí es molestoso es el humo, porque algo así nunca vimos. Es, cómo te puedo decir: una epidemia”.

Ante la repregunta, el cacique insiste en su tranquilidad: “Lo único que queda es tener fe. No podemos inventar nada contra la naturaleza. Ella es la que manda”.

De fondo, el fuego ya no se ve: no porque no esté, sino porque lo tapó el humo. “No va a llegar”, confía Cerferino, cuenta que ya hizo un cortafuego (trazó una zanja con un tractor para impedir el avance de llamas), y dice que ahora van a “serenatear”. Saca una guitarra, se suma otra, un bajo y un acordeón. Comienzan a tocar y cantar chamamé. Las voces son bellísimas, la digitación de la guitarra es precisa, el acordeón marca el pulso, pero el humo avanza y, con los minutos, ya es una neblina dentro del concierto.

De pronto, cae una gota del cielo.

Y otra.

Y otra.

Está lloviendo.
 

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