La familia de Mi Tío

por Mariana Aquino
22 de enero de 2018

Después de la quiebra, los trabajadores de la tradicional pizzería de San Telmo se quedaron al frente del negocio. Las deudas y el abandono que les dejaron no los achicó: ahora son sus propios dueños y suman voluntades.

"Estamos a full todo el día porque hay compañeros de vacaciones y el trabajo no afloja ni en enero”, se excusa Matías Sánchez. La gente entra, se sienta, come, nunca se detiene el trajín en la Pizzería Mi Tío, la cooperativa recuperada por sus trabajadores en marzo de 2017. Matías tiene que atender y charlar a la vez. Así cuenta la historia.

Todo andaba bien. Héctor Villarroel (el tío) pagaba los sueldos, María Marta y Rosauro Romero (sobrinxs) administraban el lugar con más de 10 trabajadores en relación de dependencia. Pero un día los salarios se atrasaron, los aportes se dejaron de hacer, y las vacaciones y el aguinaldo dejaron de ser prioridad en los pagos. En 2016, la pizzería entró en crisis y los empleados pagaron los platos rotos. Un año soportaron la incertidumbre, hasta que en marzo de 2017 la patronal anunció el cierre y -con mil promesas incumplidas- se fue el 29 de marzo.

Ni soñábamos con hacer una cooperativa. La urgencia nos obligó a quedarnos y recién ahí nos dimos cuenta de lo que estaba pasando.

Esa misma tarde, ocho trabajadores decidieron ingresar al local, levantar la persiana y ponerse del otro lado del mostrador. Hicieron una vaquita, compraron mercadería y empezaron la lucha por preservar los puestos de trabajo. A esa la ganaron, ahora tienen otra: mantenerlos en un contexto desfavorable con aumentos de la mercadería y en los servicios públicos.

La pizzería está en un local chico que conserva la estética arrabalera de San Telmo y el olor a muzzarella derretida por todos lados. Eso es Mí Tío, donde todo el barrio se encuentra en un solo lugar: la esquina de Estados Unidos y Defensa, desde 1972.

Adrián Fernández lleva 14 años en la pizzería. Antes cumplía ocho horas de trabajo como mozo de salón y se iba a su casa. Ahora es el síndico de la cooperativa, maneja las cuestiones administrativas y las relaciones públicas. “Es que soy el más parlanchín. A mis compañeros no les gusta hablar tanto así que tuve que tomar ese lugar”, dice. Es que así funciona porque “en una cooperativa todo cambia. Y hay que aprender sí o sí”.

“Somos parte del barrio y acá hay clientes de toda la vida. Sabíamos que el lazo era de amistad pero igual nos sorprendió tanta gratitud y generosidad. Estuvieron con nosotros en el peor momento”, se emociona Adrián cuando recuerda la militancia de vecinas, vecinos y la clientela comprometida para recuperar el lugar. Ni bien empezaron con el negocio, incluso antes de decidir la formación de la cooperativa, el apoyo estuvo. De la mera expresión de deseo -‘ojalá sigan adelante’-, pasaron a ponerle el cuerpo. Crearon el grupo de Facebook “De Mi Tío no nos vamos” e hicieron campaña para levantar la pizzería de la quiebra.

Acá hay clientes de toda la vida. Vecinos y vecinas estuvieron con nosotros y nos ayudaron

“Ni soñábamos con hacer una cooperativa -admite Adrián-. La urgencia nos obligó a quedarnos y recién ahí nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Estábamos todos en la misma, nos íbamos a quedar en la calle, no nos quedaba otra que arremangarnos y seguir”. De los siete trabajadores que empezaron con la cooperativa, quedaron cinco y ahora sumaron cuatro nuevos. Son sus propios patrones y no es fácil. Trámites insospechados, cambios de roles y nuevas alianzas, discusiones pero también mucha complicidad. De eso se trata. El compañerismo es la única herramienta posible si el proyecto es genuinamente colectivo.

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