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Jardines del Borda: árboles donde el macrismo quería edificios

por Agustín Colombo
Fotos: Agustina Salinas
07 de junio de 2023

A diez años de la brutal represión en ese lugar, donde Mauricio Macri quería construir un proyecto urbanístico, el Gobierno de la Ciudad lo sigue mirando con codicia. Mientras tanto, entre los cientos de árboles centenarios, los pacientes del hospital neuropsiquiátrico caminan, intervienen los murallones de edificios abandonados y buscan en el arte una manera de salvarse.

La magia está en las tonalidades verdes y en los otros colores de otoño. O en la variedad y frondosidad de sus árboles. O en el sonido de sus pájaros. O en esa sensación de quietud en el vértigo de la ciudad. La magia, por lo que fuera, está: se siente, se percibe. Detrás de ese elefante blanco que se impone desde la avenida Ramón Carrillo se esconde un remanso, tal vez el último remanso de Buenos Aires: los jardines del Hospital Borda.

Allí, todas las mañanas y todas las tardes, los pacientes caminan, hablan con compañeros, hablan solos, almuerzan, meriendan. Algunos, incluso, hacen todo eso a la vez. Cada hombre que transita por ese edén escondido persigue el mismo objetivo: buscar algo de silencio en medio del ruido interior. Es un lugar de esparcimiento y también de sanación: es, muchas veces, donde se mide la locura.

–Cuando estaba muy rayado iba a tomar mate al parque. A escuchar los pájaros. Eso me hacía muy bien –cuenta Pascual Miguel Cutelle. Él ingresó al Borda el 25 de noviembre de 1981, cuando apenas tenía 20 años. Salió en 1987. Hasta este año atendió una agencia familiar de quinielas y juegos de azar en el barrio de Parque Chacabuco.

Cutelle desarrolló su vocación artística en el Borda. Escribió, pintó, cinceló. Todo lo hizo con sus manos: las manos que lo salvaron. “El arte salva. Aunque lo que más salva es el amor”, dice.

 

* * * * *

 

Con un jogging raído y un sweater, Pablo avanza lento sobre el túnel que forman las copas de los plátanos. Pablo vive en el Borda hace 24 años. Alguna vez hizo un croquis con la fauna y flora que habitaba este rincón de Buenos Aires.

–Vengo para relajarme, para observar la vegetación –cuenta.

Aunque después aclara:
–También vengo para caminar un poco, porque si no estoy todo el día mirando el techo y me aburro.      

Muchos de los edificios que rodean a los jardines del Borda están semi abandonados. Hace un tiempo, un funcionario de la gestión porteña contaba que como cerrar un hospital tiene un alto costo político, lo que se puede hacer es dejarlos secar por dentro: desinvertir hasta que no quede nada.

“Vengo acá para relajarme, para observar la vegetación”, cuenta Pablo, que lleva 24 años internado en el Borda


El Borda siempre entró en esa lógica, en esa política de Estado porteña. Porque si bien el edificio principal está mucho mejor que hace diez años, los edificios satelitales ubicados en los jardines lucen casi en ruinas.     

Esas paredes viejas y en mal estado son, muchas veces, la hoja en blanco para dibujos y escrituras. No hay murallón que no esté intervenido. En el Taller de Serigrafía, a través de un vidrio roto en la ventana, asoma, casi como una revelación, una frase que podría sintetizar todo: “El arte todo locura”. La escriben ahora algunos pacientes en papelitos diminutos que después volarán entre el verde.

 

No hay nadie que haya jamás escrito o pintado, esculpido y modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.

 

Eso se lee en la panadería, donde internos amasan y cocinan pan y pastas. Es de Artaud y está en un cartel del Frente de Artistas del Borda.

En Francia, el poeta, dramaturgo y actor francés Antonin Artaud vivió nueve años en manicomios, cuando todavía se los llamaba así. En el Borda hay muchos Artaud: muchos hombres que buscan salir de la locura a través del arte. Pablo es uno de ellos: asiste a los talleres de escritura, de expresión corporal, de plástica y de mimo.


Diez años después

Delante de la cancha de fútbol y de esa hilera de plátanos que diseñan una postal bucólica de fondo de pantalla, se ven unas ruinas y un cartel que dice: “Aquí funcionó el Taller Protegido Nº 19, demolido tras la brutal represión policial a manos del macrismo el 26 de abril de 2013”. Es un cartel de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) que la comisión interna del Borda acaba de poner. Es un recuerdo de una defensa: donde el entonces jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, quería hacer un “desarrollo urbano”, ahora hay internos que hablan y que posan para una foto.

Macri quería quitarle al Borda casi dos hectáreas de sus jardines para construir un Centro Cívico, uno de los tantos eufemismos que utiliza la gestión porteña para entregarles tierras públicas a constructoras y desarrolladoras. “No solo nos vinieron a decir que no les interesaba la salud mental en la Ciudad sino que quisieron apropiarse de nuestros terrenos para un negocio inmobiliario”, sintetiza la delegada Gabriela Sánchez.

“No solo nos vinieron a decir que no les interesaba la salud mental sino que quisieron apropiarse de nuestros terrenos para un negocio inmobiliario”, sintetiza la delegada de ATE

Nunca pensaron que la imposición del Gobierno iba a encontrarse con la resistencia de trabajadores y trabajadoras de la Salud y hasta de los propios pacientes.

Diez años después, a esos jardines que la Ciudad veía como una oportunidad de negocios, muchos de sus funcionarios actuales los llaman “espacios vacíos”. Le dicen así cuando se excusan por la falta de vigilancia ante algunos sucesos de vandalismo.    

Una boca grande

“El Borda es una boca grande que te traga”, se lee en la pared de un pabellón. Aquí, los muros también hablan. Inaugurado en octubre de 1865 con el nombre de Asilo para orates de San Buenaventura, el Borda atiende en la actualidad alrededor de 350 y 400 pacientes internados. Muchos de los que vivieron varios años en esta mole de Barracas vuelven para que los psiquiatras les provean medicamentos. Otros, para saludar, recordar o comer un asado. El hospital es una ciudad dentro de la ciudad: tiene desde farmacia hasta un centro cultural.

Varios funcionarios del Gobierno porteño no lo llaman jardines: lo llaman espacios vacíos

–Te traga porque muchos de los que están acá, si salen estarían en la calle. Acá por lo menos tienen donde dormir y algo para comer –cuenta una enfermera.

El número de pacientes en el Borda fue bajando con el tiempo. Si hace 30 años había 1100 internos y hace 10 había 700, ahora hay 400. El cambio de paradigma en la psiquiatría y la Ley de Salud Mental contribuyeron a la externación de pacientes. Sin embargo, también hay un número que permanece no por razones mentales, sino por razones socioeconómicas.

Sin familia –o con familiares que dejan de visitarlos con el correr de los años– y con grandes dificultades de reinsertarse en el ámbito laboral, la estadía de los internos en estos hospitales de la Argentina muchas veces se hace permanente. “Hay un grupo de pacientes que no tienen vida social porque hace 20 años que viven en el hospital. Su vida social está acá”, explica Gabriela.

Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, aseguraba que “el hombre sano ama y trabaja”. Paradójicamente, muchos pacientes del Borda que están en condiciones de salir no pueden hacerlo por la discriminación social y laboral a la que se ven sometidos.

Gabriela cuenta: “Si vos salís después de tres años, vas a una entrevista laboral y decís que estuviste internado en el Borda, te puedo asegurar que no te llaman. A veces le echamos la culpa al Borda o al encierro, pero hay una sociedad que no responde”. La ley 22.431 estipula que debe haber un cupo de 4% para personas con alguna discapacidad en el empleo público. Sin embargo, los pacientes con discapacidad mental son los últimos en esa lista.

“Si vas a una entrevista laboral y decís que estuviste internado en el Borda, te puedo asegurar que no te llaman. A veces le echamos la culpa al Borda o al encierro, pero hay una sociedad que no responde”

–Hay un prejuicio con la locura que yo también tenía antes de internarme–reconoce Cutelle–. En el imaginario social al loco se lo asocia con la peligrosidad, la violencia o el delito. Y es todo lo contrario. Los verdaderos locos, los psicópatas más grandes, visten trajes muy caros y son los que detentan el poder.
 

Otra vez el verde

Es martes y Jorge, como cada tarde, está sentado en una pilita de ladrillos sobre la cancha de fútbol. Toma mate. La escena podría ser un cuadro de Vincent van Gogh, aquel genio holandés con trastornos mentales que utilizaba la pintura para alejar sus demonios, y también para hacer del mundo un lugar más afable que el que le tocaba vivir día a día. Van Gogh se suicidó a los 37 años. Ni sus lienzos icónicos lo salvaron de su tormento. Ahora, esta postal en el Borda podría ser un buen homenaje a su obra.

–Me gusta venir acá porque es lindo. Es tranquilo –dice Jorge con voz cándida. Jorge llegó hace dos años al Borda. Cuenta que vive con su papá, pero inmediatamente después de contarlo, aclara que “su papá no está: se murió”.

En el parque, los cigarrillos pueden ser la llave que abre una conversación trabada. Buena parte de los internos que se acercan, antes o después del saludo inicial, pide uno para comenzar a fumarlo con desesperación. En el encierro, el humo es una suerte de liberador. La Sociedad Española de Psiquiatría divulgó que los enfermos mentales son especialmente vulnerables al tabaquismo. El predominio del tabaco en ellos es dos y hasta tres veces superior que el de la población general. 

Juan Carlos y Alejo son parte de ese mundo de fumadores. Son jóvenes: Juan Carlos tiene 45 y hace cinco que está en el Borda. Alejo tiene 40, dice que se quiso suicidar, estuvo internado en el Ramos Mejía y ahora quiere que lo internen acá.

–Ya no quiero estar más en la calle –dice.

Alejo pita el cigarro con desesperación en uno de los asientos de los jardines. Al silencio solo lo interrumpe el ruido de los pájaros.