Educación con discapacidad inclusiva

por Maia Kiszkiewicz
Fotos: Agustina Salinas
12 de junio de 2023

Familias que esperan años una respuesta estatal, equipos profesionales desbordados y falta de personal docente idóneo son algunas claves del cruce entre escolarización y discapacidades en Buenos Aires. Cómo atender las necesidades educativas en medio de un sistema colapsado. Hablan docentes y familiares.

Esta nota es una producción periodística colaborativa entre Cítrica y el Periódico VAS.


La educación es un derecho humano. Lo dice el artículo 26 de La Declaración Universal de Derechos Humanos –toda persona tiene derecho a la educación, que debe ser gratuita, y la instrucción elemental es obligatoria– y, en Argentina, lo establece también la Ley de Educación Nacional –la educación y el conocimiento son un bien público y un derecho personal y social garantizados por el Estado–.

Entre otros, los fines y objetivos de la política educativa nacional son: asegurar una educación de calidad con igualdad de oportunidades y posibilidades; garantizar una educación integral; brindar a las personas con discapacidades, temporales o permanentes, una propuesta pedagógica que les permita el máximo desarrollo de sus posibilidades, la integración y el pleno ejercicio de sus derechos. Sin embargo, las condiciones actuales de las escuelas porteñas públicas excluyen a niñeces y adolescencias neurodiversas o con discapacidades o limitaciones físicas

La docente y moderadora del grupo de Facebook Vacante para Todxs, Patricia Pines, cuenta que hay decenas de niñxs deambulando en pasillos y direcciones porque, por sus necesidades, no pueden permanecer en los asientos, dentro de un aula y mirando al frente. “El Gobierno de la Ciudad lleva adelante una política de falsa inclusión que deviene en amontonamiento de pibes dentro de la escuela”, dice Mariana Scayola, Secretaria General de la Asociación de Docentes de Enseñanza Media y Superior (Ademys) y docente de escuela primaria.

Julián, 11 años, tiene trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). "La escuela no lo supo contener, así que le dieron un pase y lo invitaron a retirarse de la institución porque ya no podían hacer nada más”, cuenta la pareja de su papá.

El sistema educativo en Capital Federal está dividido. Educación especial es la modalidad destinada a asegurar el derecho al acceso a la educación que tiene todo/a niño/a, adolescente y joven con discapacidad temporal o permanente. Esta modalidad, a la vez, cuenta con 3 escalafones: 

A) Escuelas hospitalarias y domiciliarias; 

B) Escuelas Integrales Interdisciplinarias, Centros Educativos Interdisciplinarios y Centros Educativos para Niños con Tiempos y Espacios Singulares (CENTES), en los que trabaja un docente y un psicólogo, psiquiatra o asistente social; es decir, dos profesionales con un solo niño, niña o niñe durante un tiempo acotado –por lo general, entre media y dos horas–;

C) Escuelas de Educación Especial, que cuentan con equipos interdisciplinarios de psicología, psicopedagogía, trabajadores sociales, profesores de educación común, grupos reducidos y atención personalizada y diferenciada. 

Para que una persona asista a estas escuelas, primero necesita realizar una trayectoria en la escuela común. Si los y las docentes consideran necesario, trabajan el caso particular con el Equipo de Orientación Escolar, que cuenta con profesionales de la psicología y psicopedagogía, hacen una evaluación y sugieren una de las modalidades. Hecho todo eso, la familia puede negarse o aceptar el pase.

Nidia Menegazzo, mamá de Cristian, de seis años, quien tiene Trastorno del Espectro Autista (TEA), cuenta que a fines de 2021, cuando su hijo estaba en sala de cinco, le sugirieron que lo lleve a una escuela especial. “Decidí no aceptar y pedir la permanencia, que vuelva a hacer sala de cinco. Pero me lo negaron. Pasó a primer grado. Ese año tuvo un accidente y no pudo terminar el ciclo lectivo. Ahora, en 2023, acepté que vaya a una escuela especial”. 

Cristian obtuvo el pase, pero en muchos casos puede tardar años. Las vacantes en escuelas especiales son insuficientes. Al chico que tiene que ir a CENTES, si no hay lugar, lo mandan a Escuela Integral. Y quien necesita ir a una Escuela Integral, ante la falta de vacante, queda en la escuela común. Esto deviene en que haya chicos, chicas, chiques en espacios que no son adecuados para su crecimiento y aprendizaje –edificios grandes, grupos numerosos, sonidos constantes–.

“El sistema público no está preparado”, dice Julieta Lugo. Julián, el hijo de su pareja, tiene 11 años y un diagnóstico de trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). “Julián necesita paciencia. Termina primero las actividades y no puede esperar. Es parte de su conducta. Molesta al resto. Y la escuela no lo supo contener, así que le dieron un pase y lo invitaron a retirarse de la institución porque ya no podían hacer nada más”.

Pese a que la educación es un derecho humano, las condiciones actuales de las escuelas porteñas públicas excluyen a niñeces y adolescencias neurodiversas o con discapacidades o limitaciones físicas.

Pero la escuela, en realidad, sí puede hacer algo. Lo primero, intentar el pase a una escuela especial. Y si no hay vacantes puede pedir ayuda al distrito, que redistribuye al personal de Educación Especial y envía apoyo pedagógico a las escuelas comunes. “Pero es tanta la demanda que desarman las parejas pedagógicas de las escuelas especiales para que una de las personas vaya a cubrir las necesidades de otras instituciones”, dice Juan di Vincenzo, maestro de grado y de apoyo pedagógico. “En algunos casos hay acompañantes no docentes, pero como vienen desde fuera del equipo educativo, carecen de una mirada global”, dice Mariana. “No hay integración de verdad”, agrega Nidia.

La primera experiencia de Cristian con integración fue en sala de cinco. Al principio le exigían a la familia que una integradora lo acompañe los cinco días de la semana. Después, ante la dificultad de conseguir trabajadoras que cubran este requisito, aceptaron que sean tres días. Nidia, la mamá, cuenta: “En nuestro caso, la búsqueda de integradora fue a través de centros. Entonces la obra social le paga al centro y luego a la trabajadora. Eso lleva a cuestiones económicas, como que a veces el centro diga que no recibió la plata, se quede con un porcentaje o nos pida que paguemos un plus. La búsqueda de una integradora es difícil y las escuelas no están capacitadas para recibir a personas como mi hijo”.

 

Variantes de un sistema colapsado

Las situaciones son diferentes en cada caso. Para Samuel, esperar algunos meses por la evaluación del Equipo de Orientación Escolar es una posibilidad. Porque, en realidad, él espera desde hace mucho: vivió experiencias desalentadoras en Provincia de Buenos Aires. Por eso empezó primer grado en Capital Federal. Samuel tiene un retraso global del desarrollo como consecuencia de un paro cardiorespiratorio que tuvo cuando tenía dos meses. Además, como al momento de reanimarlo, y tras haber probado otros métodos, utilizaron la opción intraósea a través del pie y fallaron en varios intentos, tuvieron que amputarlo desde debajo de la rodilla.

“Por la falta de docentes hay estudiantes que toman cargos. ¿Qué herramientas tiene esa persona para trabajar si le toca un pibe con trastorno por déficit de atención e hiperactividad y otro con alguna discapacidad o necesidad emocional particular?”

Zaida Siruk, su mamá, cuenta que actualmente está en una escuela común a la espera del pase a una especial. “Y provisoriamente le asignaron una maestra celadora que lo ayuda con las comidas y el control de esfínteres. Mientras, el Equipo de Orientación, que es uno para varias escuelas  y por esta razón tarda tantos meses, evalúa el caso. Esperamos, porque todos tienen derecho a ir a una escuela en la que puedan abordar y trabajar sus necesidades”. Zaida tiene la certeza tranquilizadora de que a corto plazo su situación será atendida. “Pero hay ocasiones en las que no se puede esperar. Y una, como docente, intenta de mil maneras. Pero la resolución es macro y tendría que venir desde otro lado”, define Mariana.

El año pasado falleció una nena en la escuela 11 del Distrito Escolar 5. Ella presentaba signos de desnutrición desde hacía tiempo; la escuela, desde 2018, emitía alertas y actas, habían llamado a los promotores barriales y al Equipo de Orientación Escolar, que, en este caso, intervino. “Pero son siete personas para abordar más de trescientos casos, de los cuales por lo menos la mitad son graves; no alcanza”, dice Juan. 

Un día, esa nena fue a la escuela y se desmayó. La ambulancia no llegó. La familia la trasladó al hospital. Era tarde. 

 

En busca de formación

La reciente creación de la Universidad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (UNICABA) implica, a corto plazo, la eliminación de los veintinueve Institutos de Formación Docente de la ciudad. Además, hay un cambio en la propuesta formativa. Sin embargo, ni la antigua ni la nueva se enfocan en la integración. 

“Por la falta de docentes hay estudiantes que toman cargos. Y, ¿qué herramientas tiene esa persona que ni siquiera se recibió para trabajar si le toca un aula con un pibe con trastorno por déficit de atención e hiperactividad y otro con alguna discapacidad o necesidad emocional particular?”, reflexiona Juan y detalla que para ser un maestro de apoyo terapéutico, idealmente hay que ser maestro de grado y psicólogo o psicopedagogo. 

Con esos dos títulos se entra en un primer listado. Si en vez de maestro de grado lo sos de jardín, estás en un segundo. En el tercero están los que son sólo maestros de grado o psicólogos. Estos listados definen un orden de prioridad.

Además de esta urgencia ante la falta de profesionales, Mariana afirma que se necesitan más espacios de intercambio y reflexión sobre cómo abordar ciertas problemáticas. La respuesta del Gobierno es que esos encuentros, que antes eran en horario escolar y con suspensión de clases, sucedan fuera del horario laboral.

 

El disfrute es esencial en la educación

“Hace falta conocer a los grupos, a las personas, y planificar el encuentro”, propone Juan. Porque una verdadera inclusión es una posibilidad efectiva de participación en la propuesta pedagógica. Nidia cuenta que desde este año su hijo va a una escuela especial común y pública: “Son grupos reducidos y tiene las mismas terapias que hace fuera del colegio, más las materias habituales –educación física, música–. Y tiene compañeros con los que comparte diagnóstico”. Es evidente: hacer un trabajo de contención personalizado es posible. Pero lo que hay, no alcanza.

Juan aporta contexto desde las aulas: “Dicen que no hay plata pero ponen cámaras. Si pusieran en la educación la misma cantidad que en publicidad del Mundial, no estaríamos hablando. Piensan todo el tiempo en qué se puede sacar, cómo achicar eso que llaman gasto. Destruyen la educación pública de todo el país: Ilda Domínguez, directora general de Educación, junto con Soledad Acuña y Horacio Rodriguez Larreta; Alberto Fernández y Jaime Perczyk, ministro de Educación nacional, dicen que agregando una hora más a la escuela primaria vamos a ser mejores. Mentira. Es una hora más sin recursos, es para que las familias trabajen más tiempo”.

"Hay ocasiones en las que no se puede esperar. Y una, como docente, intenta de mil maneras. Pero la resolución es macro y tendría que venir desde otro lado”.

Porque, como dice Mariana, en el marco de una política de inclusión hay vaciamiento. Y eso deviene en una sobrecarga laboral para quienes se dedican a la docencia y, en el caso de muchas familias, en la pérdida de lo más elemental para el aprendizaje: el deseo de investigar y descubrir las pasiones propias en compañía de un otro con quien compartir experiencias enriquecedoras de disfrute y crecimiento. 

Las diversidades, entonces, quedan opacadas, sus intereses no pueden ser atendidos ni sus necesidades escuchadas. Van a la escuela, están. Pero todavía es necesaria una revisión política de cómo se lleva a cabo esto que dieron en llamar inclusión.

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