Morir de coronavirus en La Matanza
por Maxi GoldschmidtFotos: Juan Pablo Barrientos
30 de abril de 2020
Héctor fue la primera víctima fatal del partido bonaerense. El desenlace trágico dejó una esposa y dos hijas maltratadas por el vecindario, abandonadas por el Estado y apenas abrazadas por la solidaridad comunitaria.
Gabriela Romero tiene 35 años. Dos hijas, de 12 y 4. Un barbijo azul, calzas negras, una remera larga y ojotas rojas. Es viuda hace cuatro meses. Su marido, Héctor Gabriel Devalle, murió por Covid-19. Fue la primera víctima fatal en La Matanza, donde hoy son más de 30.000 contagios y más de 600 muertes.
En el barrio José Ingenieros, conocido popularmente como Los complejos o los Monoblocks de La Tablada, del primer caso todos se acuerdan. Las noticias vuelan a través de los edificios con aberturas oxidadas y las calles pobladas de gente, autos maltrechos, contenedores desbordados de basura y perros famélicos. Corrían los últimos días de marzo en el barrio, la información era poca y el miedo mucho.
Héctor tenía 41 años, y casi 15 en la empresa de transporte Cruz del Sur. Era clarkista, como se les dice a quienes manejan los autoelevadores que cargan camiones en los depósitos. Durante una semana sus jefes lo vieron trabajar con síntomas: fiebre, tos, dolor de cabeza y garganta.
Gabriela dice que la empresa no les daba barbijo ni guantes. Sólo una botella con lavandina. Héctor se sentía cada vez peor y el sábado 21 de marzo fue hasta al sanatorio San Justo, del sindicato de Camioneros. Le hicieron una placa y lo mandaron a la casa. Le dijeron que tomara paracetamol. Esa noche por precaución durmió en la cama solo, Gabriela en el cuarto con sus hijas.
A Héctor no le bajaba la fiebre y su esposa llamó al 107. Le preguntaron si había viajado al exterior o tenido contacto con alguien que lo hubiera hecho. Como dijeron que no, la respuesta fue que no se preocuparan. Al otro día la situación era peor, pero del 107 se negaron a mandar una ambulancia.
Gabriela se enteró por Facebook que su marido tenía Covid. “Hay que echarlos del barrio antes que nos contagien”, decía el posteo de una vecina.
Héctor volvió a la clínica, le hicieron análisis y le recetaron un antialérgico. Gabriela muestra la cajita de Aerotide y la receta. Y cuenta que recién al otro día, gracias a un conocido, lo atendieron con mayor atención, lo aislaron y esa madrugada lo trasladaron al sanatorio 15 de diciembre, en Avellaneda.
Era lunes cuando le hicieron el test, el resultado estuvo el viernes. Durante dos semanas, con síntomas, Héctor no recibió ningún tipo de tratamiento.
Gabriela se enteró por Facebook que su marido tenía Covid, lo vio en un posteo de una vecina, en la que aparecía una foto de Héctor. “Hay que echarlos del barrio antes que nos contagien”, decía por ella y sus hijas uno de los comentarios.
La hija mayor de Gabriela iba todos los días con un tupper hasta el comedor Los chicos de Evita, donde volvía con el almuerzo para la familia. En el grupo de Whatsapp del comedor hubo quienes pidieron que no la dejaran entrar.
Durante una semana los jefes de Héctor lo vieron trabajar con síntomas: fiebre, tos, dolor de cabeza y garganta.
−Éramos los leprosos. Salía al patio a limpiar la mierda de los perros y algunos vecinos se llamaban entre sí. Decían “¿Viste la que tiene coronavirus?”. Y le sacaron fotos a mi hija de cuatro años asomada a la ventana y la subieron a Facebook. Le escribí a esa señora y le dije: infórmese, no sabe que tengo que airear los ambientes.
Dice Gabriela, quien también vio con indignación un video realizado por personal de Desarrollo Social de la Municipalidad de La Matanza en el que dejaban mercadería en la puerta de una casa, muy parecida a la suya pero que no era, mientras hacían que hablaban por teléfono con ella.
En el comedor Los chicos de Evita, a tres cuadras de la casa de Gabriela, preparan todos los días comida para más de 400 personas con raciones que alcanzan para 200, en ollas que les prestan de la parroquia donde en un rato, cuando nos estemos yendo, también habrá una fila de personas con barbijos y tuppers en la mano. Aquí, como en la mayoría de los barrios populares, el crecimiento de contagios es inversamente proporcional a la asistencia del Estado.
Malvina, que es peluquera y lleva adelante el comedor, se organizó con otros vecinos para ir todos los días a llevarle lo que necesitaran a esa familia que vive en el complejo 17. Gabriela abría la puerta, tiraba Lisoforn y cerraba.
El 2 de abril a las 6 de la mañana, Héctor murió. Los primeros días internado le mandaba mensajes y audios a su esposa, contándole que tocaba el timbre y las enfermeras no lo asistían. Que se ponía paños solo. Que él se tenía que acordar de tomar las pastillas que le decían. Que en ningún momento vio a un doctor y que las enfermeras le pasaban los informes a una infectóloga.
“Los últimos días solo me mandaba mensajes, estaba con máscara de oxígeno. Y pocas horas después de que una enfermera me dijo que lo entubaron, me llamó otra para decirme que se había muerto, que lo cremaban, así, directamente. Me pasó los datos de la cochería para que me encargara de todo”.
Aquí, como en la mayoría de los barrios populares, el crecimiento de contagios es inversamente proporcional a la asistencia del Estado.
Gabriela dice que si no fuera por la gente del comedor no sabría cómo habrían sobrevivido. De la Municipalidad de La Matanza solo recibió llamados pero ninguna ayuda. Tampoco de ningún otro organismo provincial ni nacional. De la empresa un día dejaron en la puerta una bolsa de mercadería, después nunca más aparecieron ni atendieron los llamados de Gabriela.
Cruz del Sur aún no pagó la indemnización que corresponde a la familia de manera automática, según lo marca la Ley de contrato de trabajo en casos de muerte de un trabajador en relación de dependencia. El sueldo de Héctor era el único ingreso de la casa.
“El pedía estar enterrado debajo de un árbol, donde también están las cenizas de su madre”, dice Gabriela, acariciando una urna marrón, que también le dejaron unos días después en la puerta de reja negra. Hasta antes de esta entrevista, esa puerta sólo había sido franqueada por el padre Tano, el cura del barrio que se acercó a dar el pésame.
−Me pidió que abriera la reja y me dio un abrazo. Me quedé dura.
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