Frío inhumano, inhumana ciudad

por Saverio Lanza
Fotos: Ilustración: Rodolfo Fucile
03 de septiembre de 2019

Pareciera que la culpa es del clima, del gélido escenario. Sin embargo, no lo es. Aquello que hiela profundo es la inhumanidad. Buenos Aires, ese lugar donde algunos eligen que otros no existan.

Buenos Aires es como un infierno, pero al revés. Está gélida, inhumana, sin señales de corazón aparente. Hace doler todo. Y pareciera no dolerle nada. Basta. Abro el grifo de la canilla de la cocina, la que tiene la letra 'c' en rojo. El agua caliente no sale nunca. Los caños de pvc a la intemperie deben estar escarchados. Humedad y frío. Una combinación detestable. Este frío de agosto en los huesos, como un bisturí, corrido para septiembre.

Prendo la radio. Esa sí, todavía funciona. Tengo puestas dos camperas deportivas. El gas es un quimera sólo reservada para cocinar. Quiero volver a decir basta y no puedo. Son las 7:30 de la tarde del domingo. El tipo de la radio me lo cuenta. Dice que hay 4 grados. Que más tarde, a la noche, de madrugada, la temperatura puede estar por debajo del cero. Que depende de los vientos. 

Buenos Aires es como un infierno, pero al revés. Está gélida, inhumana, sin señales de corazón aparente. Hace doler todo. Y pareciera no dolerle nada.

Pienso que estoy en mi casa. Pienso que tengo paredes. Pienso que tengo techo. Pienso que tengo ventanas y que están cerradas. Pienso que tengo una cama. Pienso que el colchón es abrigado. Pienso que hay frazadas, hay almohadas. Pienso en todo eso, y pienso en quienes no tienen nada de eso. 

Salgo a la calle, no sé por qué. Hay una fuerte necesidad de rodar el camino, de mover el esqueleto entumecido. Pienso que hace unas semanas fueron las elecciones. Pienso en los que fuimos a votar. Sin rumbo fijo, sólo andando por andar, llego a la avenida. Y en el hueco del pórtico de un edificio hay una familia 'en situación de calle'. Esos horribles eufemismos del capitalismo para evitar decir indigencia. Para no reconocernos como inhumanos ante semejante penosa realidad. Se trata de una pareja con un pequeño niño de dos o tres años. No pienso más. Quiero decir basta, y no puedo.

Pero nada decí­a la prensa de hoy de esta escena, que pareciera emergida del más intenso cuadro de Edvard Munch. El padre trata de dormir envuelto en frazadas. La mamá juega con el niño. Trata de entretenerlo. Los miro. Me freno. Me mira. Nos cruzamos la piel.

En el hueco del pórtico de un edificio hay una familia 'en situación de calle'. Esos horribles eufemismos del capitalismo para evitar decir indigencia. Para no reconocernos como inhumanos ante semejante penosa realidad.

Pregunta si puedo darle plata. Lamentablemente no tengo. Pero le aseguro que si precisa algo en particular, puedo tratar de conseguirlo. Me cuenta que cualquier cosa le puede llegar a servir. Mientras, el pequeño revolotea alrededor nuestro, sumido en un mundo que -para mí- ya no existe, y al que me gustaría volver. Ese lugar donde la gélida e impiadosa Buenos Aires pareciera no afectarle, no importarle. 

Vuelvo a casa lo más rápido que puedo, y lo que mis 67 años me permiten. Abro el armario viejo. ¿Cuánto hace que no lo reviso? Recojo un par de mantas que no sabía siquiera que las tenía. Hay una campera pendiendo de una percha. ¿De dónde salió? ¿Y estos pullovers? En camino de la calle encuentro un par de ositos de peluche que fueron olvidados por alguno de mis nietos. Un juego de mesa en una caja. Van a parar a la bolsa también. 

A esta hora el frío es increíble. No sé si será real, o mi piel cuarteada cada vez es más fina, o son mis huesos que insisten en debilitarse. No siento la punta de los dedos de los pies. La bolsa me resulta pesada e incómoda. Pero tengo la necesidad imperiosa de volver al pórtico, encontrarme con esta familia. Salgo a la calle, la misma brisa que en verano sería una caricia cándida, ahora se vuelve una cuchilla para cada uno de los rincones de mi cuerpo. Al mismo tiempo pienso que no tengo tiempo para pensar en mí. 

Mientras, el pequeño revolotea alrededor nuestro, sumido en un mundo que -para mí- ya no existe, y al que me gustaría volver. Ese lugar donde la gélida e impiadosa Buenos Aires pareciera no afectarle, no importarle. 

Estoy a una cuadra de la avenida. A menos de 100 metros de llegar. Me doblo el tobillo en uno de los miles de agujeros de la bombardeada -sin guerra- ciudad de Buenos Aires. La ciudad de las veredas eternamente destrozadas. Mi caminar se vuelve inevitablemente más lento. Tardé unos 40 minutos entre ir y volver. Me acerco al pórtico del edificio. La familia ya no estaba.

Reflexiono que tal vez el frío ya estaba siendo demasiado para ellos. Deduzco que fueron a buscar un refugio. Empiezo a mirar para todos lados, o casi todos los lados que puedo. No alcanzo a divisar la vereda de enfrente, del otro lado de la avenida. El metrobús cubre toda mi visual. 

¿Y si cruzaron? Camino hacia la izquierda, unos 150 metros. Me apersono con una mujer policía. La abordo y le pregunto agitadamente si no había visto a una familia que estaba en situación de calle, y resguardándose en el pórtico del edificio. Ella no entiende lo que le digo. Su rostro, impertérrito, trata de descifrarme. Le repito la frase y apenas esboza un 'no'. 'Bueno, gracias...', le digo, mientras camino sobre mis pasos. 

No puedo evitar pensar lo frívola que puede llegar a ser mi rutina diaria. Son casi las 9 de la noche, en una ciudad que se apaga lentamente. Y pareciera con voluntad de tragarte, de tragarnos sin masticar. 

Quizá se fueron para el cajero automático del banco. Pienso. Mi tobillo derecho chilla enajenado. La bolsa pesa cada vez más. Pareciera que estuviera llevando 200 kilos de mantas en lugar de dos. ¿Dónde estás?, me pregunto. Cruzo del otro lado del metrobús, hacia la plaza, mientras me digo 'no puede ser que estén en la plaza'. Tampoco están en el cajero automático del banco. E inmediatamente pienso si no habrán ido del otro lado del portón de la iglesia. Esperanzado, camino hasta allí. Y tampoco. 

Paso por la puerta de la escuela donde voté. Me resulta imposible no ensayar una impulsiva reflexión sobre la insignificancia de un acto electoral al lado de la desesperación cotidiana, coyuntural, inmediata. No puedo evitar pensar lo frívola que puede llegar a ser mi rutina diaria. Son casi las 9 de la noche, en una ciudad que se apaga lentamente. Y pareciera con voluntad de tragarte, de tragarnos sin masticar. 

Todo se apaga. Las sombras se confunden y nada se trasluce ya, detrás de mis anteojos sexagenarios. Apoyo la bolsa contra el piso, extenuado, de espaldas a todo, mirando la nada, casi vencido en mis pocas fuerzas, sumido en mis debilidades, apretando los dientes blandos, clavándome las uñas duras, en un puño apretado, para intentar recuperar la irrigación sanguínea. Todo es en vano. Entre tanto desvarío, siento una mano en mi espalda, y una voz de mujer joven, que me dice: 'Señor, nos corrimos para acá'.
 

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