Una gran fiesta, menos para los rusos

por Roberto D. Fernández
18 de junio de 2018

Salvo por el ruido y el color de los latinoamericanos que llenaron las ciudades, la cotidianidad en el país del Mundial casi no se alteró. El torneo es algo lejano para la mayoría de su gente. Una explicación que viene del alma y corazón de los rusos. Y una sentencia contundente: los programas de TV de allá, como los de acá, son una porquería.

Son las diez y media de la noche y el sol lucha por no perder la partida. Al fin se imponen las penumbras y por un tiempo oscurece. Efímero fenómeno, a las tres de la mañana ya vuelve a ser de día. Así es el verano en esta parte de Rusia, el distrito de Skhodnya, una zona casi rural a 25 kilómetros del Kremlin. Verde por aquí, verde por allá. La revancha será en algunos meses nomás, cuando todo se vuelva blanco. No hay término medio. Eso marca el alma de los rusos: cálidos por dentro, fríos y duros por fuera. ¿Será por eso que, al menos en apariencia, el Mundial de fútbol les resbale tanto? A lo sumo, les pasa por un costado. El corazón de los rusos es indescifrable.

A esas horas volvemos de la Plaza Roja, en cuyas cercanías hicimos una especie de almuerzo-cena, a las siete de la tarde, y mientras viajamos en el Metro, vemos en las pantallas del vagón el segundo tiempo de Inglaterra-Túnez. El coche lleva un ochenta por ciento de los asientos ocupados; cinco somos argentinos, los únicos que mantenemos la vista fija en el televisor. El resto está en otra cosa. Enfrente de mí, pasillo por medio, está sentada una muchacha de 25/26 años: lee algo que parece ser una enciclopedia. Reviso al resto del pasaje: la mayoría juguetea con su respectivos celulares, en esa especie de ausencia virtual que exhiben ciertos cuerpos por estos tiempos. Hay un pibito pelirrojo acompañado por sus padres que mira la tele como al descuido. Un mujer grande (¿50/60?) presta atención decididamente. Nada más.

Como su clima, los rusos son cálidos por dentro, fríos y duros por fuera. ¿Será por eso que el Mundial les resbala tanto?

Algo parecido ocurrió en el viaje de ida. Jugaban Suecia y Corea. Casi nadie le daba bola a la pantalla. Apenas los cinco argentinos y uno que otro mexicano despierto de la mañana posterior al triunfo sobre Alemania dan razón de ser a la pantalla adosada a la pared lateral del transporte, a un lado de la puerta.

Aquí, la fiesta que costó a Rusia 10 mil millones de dólares vive gracias a la sangre latina venida desde más allá del Atlántico. Claro que los rusos fueron en masa al estadio Luzhniki para ver el debut de su selección frente a los débiles sauditas; es cierto que gritaron un rato y hasta se pintaron los rostros. Pero todo fue efímero, como esa oscuridad mezquina que media entre las diez y media de la noche y las tres de la mañana. Después vuelve cada cual a su vida, aún cuando los programas de televisión tipo ¡pum para arriba! obligan hasta al más remiso a bailar y sonreír frente a las cámaras. Acá, como allá, la tele es una porquería.

Los europeos se ven poco y nada. Están, claro, pero casi no se notan. Suecos tan blancos como recatados, algunos croatas, alemanes en buena cantidad, discretos polacos y nada de portugueses y españoles, que jugaron sus primeros partidos lejos de Moscú.

El día de la inauguración, a propósito, fuimos al súper del barrio a comprar algunas provisiones antes de mandarnos hacia la cancha. No había señales de que algo trascendente estaba por ocurrir. Ni globos, ni banderas, ni cartelería alusiva. Se entendería la frialdad humana porque la mayoría de los empleados, como veinte, son inmigrantes uzbekos. Pero lo mismo notamos en la combi colectiva que nos lleva de Skhodnya a enlazar con el Metro. Todos formales, serios, concentrados en el laburo que los espera: empleados de bancos, de comercios, trabajadores del Estado, según pudimos saber.

El quilombo aquí lo hacen argentinos, colombianos, brasileños, mexicanos y peruanos. Y cuando ocurre, los rusos miran con cierto pudor.

Permiso para decirlo: el quilombo estaba precisamente en el subte. Jugaban Rusia y Arabia pero hacia Luzhniki iban -además de los locales- argentinos, colombianos, brasileños, mexicanos y peruanos al por mayor. Todos gritando, cantando, blandiendo y ejecutando las horribles vuvuzelas, menos futboleras que zapatillas de ballet. Los rusos sonreían con discreción, con cierto pudor, diría. Daba la impresión de que aprobaban pero no estaban dispuestos a acompañar. Quilombo, no.

Los latinoamericanos, impúdicos y resueltos cuando de demostrar su pasión futbolera se trata, ponen las guirnaldas a esta fiesta del deporte más popular del mundo, negocio rotundo para las grandes empresas multinacionales que se montan sobre él; de paso, hay que decirlo. 

La competencia ya empezó en este país milenario donde todo es gigantesco. 17,1 millones de kilómetros cuadrados (6,3 veces el tamaño de la Argentina), 150 millones de habitantes. Una capital, Moscú, con 2.511 kilómetros cuadrados (12 veces y medio la Ciudad de Buenos Aires) y 14 millones de pobladores. Grandísimo escenario para ver a la elite de un juego maravilloso. Porque de eso se trata, un juego. El mejor.

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