OTRO 24/3

por Revista Cítrica
24 de marzo de 2012

El 24 de marzo de 1980, en El Salvador, fue asesinado el arzobispo Monseñor Romero, el hombre que enfrentó a la junta militar que gobernaba al país y que denunció las violaciones a los derechos humanos. Romero decía que era la voz de los sin voz. Después de su muerte, los sin voz no se dejaron intimidar y lucharon por la justicia.

Algunos sacerdotes de El Salvador habían conseguido organizar a los campesinos pobres bajo la lectura de la Biblia. Les habían hecho entender que no era cierto que los pobres serían recompensados en el cielo, sino que Jesús había sido enviado por Dios para convertir la tierra en un lugar justo. Para no darle lugar a la corriente de curas tercermundistas, el Vaticano eligió como arzobispo al moderado Monseñor Romero.

Al tiempo, el ejército asesinó a uno de esos sacerdotes. Romero, mirando su cadáver, dijo: “Si no cambiamos ahora, no cambiaremos nunca”.

El gobierno militar perseguía cada vez más a los pobres, a los campesinos que clamaban por dejar de ser explotados. Durante años habían vivido sometidos por la religiosidad que les prometía un paraíso después de tanto sufrimiento. Ahora querían justicia en vida. La oligarquía estaba desilusionada: la iglesia, su eterno y fiel aliado, le daba la espalda. Monseñor Romero entendió que debía pronunciarse: “Estoy tratando de servir al pueblo, y el que esté en conflicto con el pueblo lo estará conmigo”, explicó.

El poder económico pidió -como siempre- ayuda del Norte. Jimmy Carter, presidente de los Estados Unidos, envió armas para reprimir a los subversivos. Igual que en el resto del continente. El gobierno ofreció plata y tierras a los campesinos pobres para formar un grupo paramilitar y así consiguió enfrentar a los pobres contra los pobres, para que sólo los pobres pagaran con sus vidas. Monseñor Romero denunció la práctica y durante sus homilías divulgó la represión y las violaciones a los derechos humanos que cometían los militares. Y lo acusaron de comunista. “Cuando se le da pan al que tiene hambre lo llaman a uno santo, pero si se pregunta por las causas de por qué el pueblo tiene hambre, lo llaman comunista o ateísta. Pero hay un ateísmo más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo del CAPITALISMO, cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”, se animaba a responder Monseñor en sus homilías.

Mientras Monseñor Romero defendía a los pobres, más lo atacaban y lo amenazaban. Los militares mataron más a sacerdotes y torturaron a más campesinos, pero el miedo no detuvo al pueblo. Mientras más les pegaban, más justicia reclamaban. Muchos campesinos se transformaron en guerrilleros. Monseñor Romero no estuvo de acuerdo con la lucha armada, pero sus reclamos siguieron dirigiéndose a los popes del poder económico. Les pedía que escucharan los reclamos de los pobres para evitar la guerra civil.

No hubo caso. El gobierno siguió reprimiendo. Dejaba los cuerpos muertos y mutilados en medio de la calle. Ni siquiera se interesaba en ocultar los crímenes.

El 23 de marzo de 1980, Monseñor Romero hizo lo mismo que el escritor argentino Rodolfo Walsh exactamente tres años atrás: se suicidó con sus palabras. La única diferencia residió en que Romero, en el lugar de escribirlas, las divulgó en su homilía. Todo el pueblo escuchó estas palabras: “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”.

Al día siguiente, Romero recibió un tiro en el corazón mientras celebraba una misa. El gobierno militar pretendía así callar a los sin voz. Si Romero decía que él era la voz de los sin voz, después de su muerte, los pobres no podrían volver a hablar. Sin embargo, sucedió lo contrario y el arzobispo ya lo había anunciado: No creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño… Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo… Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador… Si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad”.

 Multitudes despidieron al arzobispo en las calles salvadoreñas y  las volvieron a asustar con la explosión de una bomba. Los militares no llenaron de miedo al pueblo. Los pobres, los campesinos, los grupos de izquierda, los que habían visto morir a sus familiares y mucho más participaron de la guerrilla a través del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que posteriormente se convirtió en un partido político y hoy gobierna al país.

El accionar del gobierno militar de El Salvador aquel 24 de marzo de 1980 no consiguió su objetivo. El pueblo ya había entendido que Dios y Monseñor Romero le habían dado voz.

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