LAS BRUJAS DEL A: UN LEJANO MATRIMONIO CON LA BELLEZA

por Revista Cítrica
12 de febrero de 2013

Un relato a propósito del último viaje de los vagones de madera, ese patrimonio porteño que ya empezamos a extrañar.

Allá por los adolescentes años 60, en mis primeros viajes autónomos al “centro”, como decimos acá donde concentra el poder y el saber la Ciudad de Buenos Aires, iba llegando a la cabecera de Primera Junta del subte “A”, mientras rogaba que me tocaran algunos de los tres primeros vagones de la numeración histórica de las “brujas”.

El 4, era un vagón esplendoroso, con tulipas románticas en las lamparitas, con asientos esterillados y cristales cincelados en sus espejos resplandecientes. En los extremos del coche había unos pupitres monumentales de los que carecían los vagones del común de las brujas, unos inmensos y relucientes mobiliarios que parecían albergar viajes, sueños, poemas, libros, juguetes, trenes, cromatógrafos, mujeres hermosas, revoluciones: nunca supe si alguien pudo abrir esos verdaderos tesoros, cofres de ensueños.

Pero el 1 y el 2, los que estaban matrimoniados porque jamás los vi separados, alguna vez tripulaban el tren, eran los pioneros de la belleza, estaban para alejarnos de la condición de plebeyos viajeros pobres o medio pelo. Eran salones de fiesta de la realeza, eran asombrosos escenarios de viajes fabulosos que terminarían vaya a saber en qué comarcas encantadas, pues por entonces no podría serlo la de Plaza de Mayo y su casa de gobierno, habitualmente usurpada por golpistas criminales o por gobiernos dóciles y condicionados, con muy honrosas y breves excepciones. Esa Casa Rosada, hoy hecha un manojo de luces virtuosas, era el lugar donde los pobres ni entrábamos ni pensábamos que podríamos alguna vez entrar, así sea simbólicamente.

Alguna vez dudé que esos viajes no fueran sólo producto de mis sueños febriles. El viajero abrumado, el laburante enajenado por el sometimiento cotidiano, parecía no registrar nada, y tanto le daba uno u otro vagón; o si se asombraba, lo disimulaba tanto que apenaba no poder tramar una complicidad sobre esa favorable conspiración que no solía abundar. (Nunca supe si no se conmovía o si le avergonzaba al viajero denotar su conmoción).

Para mí, viajar en uno de esos tres coches (no recuerdo el número 3) era una fiesta que duraba semanas hasta la próxima virtuosa coincidencia. Era un regalo que la historia nos entregaba para hacernos creer por unos veinte minutos que no éramos tan pobres, tan oprimidos, tan ninguneados por los de arriba y que como La Cenicienta, de vez en cuando “el noble y el villano” nos uníamos en una “Fiesta” no en las alturas como cantó el Catalán, sino allá en el túnel bajo la Avenida más larga del Mundo.

Hoy peleamos por los vagones sencillos de la Línea A, que no dejan de ser bellos, pero pregunto ¿qué se habrá hecho de la Reina y de sus Príncipes?

Pero sí hay una certeza, el señor que supone guiar a esta ciudad nunca hubiera padecido estos sueños y ninguno otro.

Buenos Aires. 12 de enero de 2013.

Raúl Schnabel
Aprendiz

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