La casa tomada

por Revista Cítrica
18 de agosto de 2014

No es el cuento del gran Julio, sino del cronopio Benedicto De Bonis, que sigue escribiendo cada vez que se sienta y pide un café.

Me senté a tomar un café en Eterna Cadencia y cosas extrañas pasaron. En resumen, escribo esta historia desde el lugar menos pensado. Habrá que revisar los textos de Locke para discutir sus escritos sobre el derecho a la propiedad privada. Espero que sea ese el libro que venga a usurpar mi refugio así podremos ver quién tiene razón aquí. 
Todo comenzó cuando llegué a este particular café en busca de alguna buena historia que sus mesas quisieran contarme. Cuando caminaba por Honduras me pasaba que el lugar parecía estar cerrado porque su entrada era la de una antigua casa clásica de Palermo. Su carácter de café literario quedaba oculto. Recién al pararme frente a su puerta entendí que en realidad estaba abierto al público. Una vez que me abrí paso entre los libros ingresé al sector culinario para ir directo a la primera mesa disponible, su gran mesa redonda. Allí duré lo que un chispazo porque la encargada vino a decirme que la mesa estaba reservada. Me mudé a una de las mesas cuadradas contra la pared pero algo dentro de mí me forzó a levantarme hacia un nuevo destino, bien al fondo, desde donde podría tener un mejor panorama de la mesas y pispiar aquel pasillo con su góndola de las historias. En mi acogotado rincón pedí una carta para ver con qué acompañaría mi café hoy optando así por lo dulce. El menú quedó sobre la mesa y de reojo leí en él una frase que pasé por alto al principio y al recordarla ahora, me doy cuenta que ya es demasiado tarde para considerar su advertencia.

Antes de poner mi atención en el mundo animado, comencé por lo fijo, lo inanimado. Observé la arquitectura del lugar y noté que esto debió haber sido una casa clásica de techos altos, dinteles de madera y largos pasillos que comunicaban con las habitaciones y halls cuando Buenos Aires edificaba su identidad y definía una época. Hoy esta casa ha destinado todo un hemisferio a los libros, sus únicos habitantes.
Poco a poco el lugar se fue llenando de gente y yo seguía acogotado en este rincón. Algunos clientes pasaban los libros desde su vasta biblioteca hacia las mesas del café para degustar lo dulce junto al ejercicio de reflexionar con las ideas ordenadas de otros. La mesa reservada seguía sin ocuparse y ya había pasado una hora desde que me había ido arrinconando contra la barra. ¿Quiénes serían los usurpadores de mi mesa? 

Decidí pagar y antes de retirarme me dirigí al toilette para despegar el barniz de medialunas en mis dedos. Para ir allí hay que caminar un nuevo pasillo por detrás de la barra donde uno llega a un hall que invita a tener un poco más de intimidad. Luego de lavar mis manos y mientras agitaba mis muñecas para que el aire se lleve la humedad restante, una nueva fuerza ajena me obligó a sentarme en los sillones para pasar un rato más en esta casa mientras revisaba mis mails. En este nuevo sector estaba solo y ya no escuchaba el murmullo que se percibía antes de entrar al toilette. Deduje que se habrían ido los clientes y que el silencio había tomado el lugar. Sólo escuché una hoja voltear sus 180 grados.

El silencio primero fue placentero, luego se hizo escalofriante. Lo único que se escuchaba desde el hall de las mesas era el pasaje de las páginas, cada vez más frecuente, cada vez más cercano. Tomé conciencia de lo que estaba pasando al recordar la frase del menú: “Casa tomada por los libros”. Era evidente que estaban ocupando el hemisferio destinado a los hombres y en cualquier momento legarían a mi sillón. Sabía que si seguía presionando las teclas delataría mi presencia enfadando aquel silencio que sólo podían interrumpir ellos. Por miedo me refugié en el baño. Este tiene una última puerta dentro que me arrinconaba lo más al fondo posible ofreciéndome su último asiento, frío, redondo y hueco. Bajé la tapa y me senté. Desde aquí escribo esta historia. 

Penélope no deja de tejer y destejer el manto mientras espera la vuelta de su amado Ulises porque detenerse sería perder las esperanzas; Irene replica el acto de la reina de Ítaca mientras unos otros van usurpando su casa en aquel cuento de Cortázar; cuando la casa es tomada, Irene abandona el tejido y su esperanza de seguir viviendo allí. Por eso no dejaré de escribir mis historias aunque sea desde un baño porque son lo único que me queda y el documento de lo que, presumo, está ocurriendo aquí.
Ya arrinconado, recordé aquella hostil presencia cada vez que ingresaba al lugar; cómo desde la entrada crecían como una voraz enredadera apropiándose de toda una pared. Allí duermen y amanecen a diario. En realidad los usurpadores éramos nosotros y no ellos; nosotros que venimos a visitarlos y a ignorarlos con alguna charla insulsa. Era cuestión de tiempo para que algún libro se cuele por debajo de mi puerta para terminar de apropiarse de todo. Si no es Locke, seguramente vendrá Bestiario empujado por su primer cuento reclamando el último resquicio de su propiedad. Lo único que me queda es seguir tejiendo esta historia porque sólo seré liberado cuando mis relatos sean encuadernados, convirtiéndome entonces en un propietario más; hasta que eso suceda seguiré escribiendo desde aquí.

“Sentarse a tomar un café es también sentarse a observar una historia”

Benedicto De Bonis
benedictodebonis.blogspot.com.ar

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