Festejos pendulares

por Revista Cítrica
11 de julio de 2016

Las celebraciones por el Bicentenario de la Independencia se parecieron bastante a las del Centenario, cuando gobernaban las élites y Victorino de la Plaza era el presidente. 1916 y 2016, una historia en espejo.   

En los desfiles militares –más allá de los carros y granaderos a caballo–, los hombrecitos de las bandas musicales, con sus pasos articulados, sus uniformes impolutos y sus marchas y contramarchas, hicieron resonar las calles de la ciudad.

Solemne y como “Dios quiere”, los funcionarios participaron del Tedeum, que empezó antes del mediodía, tal como estaba programado.

No hubo multitudes ni una fiesta masiva: todo pareció medido. Tan cuidado, tan protocolar.

El presidente presenció gran parte de los festejos desde un palco oficial, compartido por sus principales ministros y asesores. Se enteró más tarde, cuando todo había terminado, de que una persona intentó matarlo. 

El contexto internacional restringía al país hasta en esto. A diferencia de lo que había pasado seis años antes, casi ningún presidente pudo presenciar los festejos por la Independencia. En un mundo en guerra, ¿quién podía darse el lujo de viajar?  

Los reclamos sociales se habían convertido en algo cotidiano. Y desde el Poder, la respuesta a eso era palo y palo: la Ley de Residencia y la de Defensa Social iban en ese sentido. Encima, la macroeconomía no ayudaba: el “granero del mundo” había bajado sustancialmente sus exportaciones y, a pesar de las promesas, el horizonte no presumía grandes cambios.

Las salas de teatro desbordaban de críticas a los funcionarios del gobierno, que les daban letra para sus guiones y también para sus protestas.

Ni el fútbol ayudaba. En esos días, la Selección argentina perdió la posibilidad de ganar la Copa América tras empatar 0 a 0. No fue contra Chile. Fue contra Uruguay.

Argentina, julio de 1916.

 

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