Carta abierta a Discepolín

por Saverio Lanza
27 de julio de 2017

El país del Cambalache sin fin, la Biblia junto al calefón, entre discusiones estériles que no le solucionan nada a los nadies.

Pase don Enrique, de donde quiera que venga. Siéntese en el banquito de la cocina. ¿Preparo café o mate? Por ahora hay de los dos manjares. Es que la cosa viene brava, coletazos desde aquel siglo que usted escribió su Cambalache, a este matete en el que vivimos. Nada cambió, tras tantos calendarios rotos y tachados. En las calles de asfalto, con luz, cloacas, autos, policías, agua potable, edificios con seguridad, trabajo, se pelean los gatos en los tejados. Arañándose, luchan por las presas, se juntan, se separan, se traicionan, se maúllan, se atacan, se desgarran. Todo en un cerrado escenario de cemento. Sin embargo, usted sabe, hay otros teatros, los sin palcos. Los que más preocupan y duelen, que pocos quieren mirar, donde el resto de la fauna sobrevive como puede.

En los cantegriles, don Enrique, corre un frío atroz. Hiela como el mismísimo infierno. Porque, déjeme decirle que donde nos vamos a encontrar no es un horno. El infierno no es una orgía  de fuego, en llamas, con lavas ardientes. No. Congela, petrifica, endurece. Así es el infierno; como el peor de los inviernos más crudos. Uno eterno. Y casi que la composición ortográfica nos lo avisa. Entre el invierno y el infierno solamente hay una letra de diferencia. Allí se congelan las almas, don Enrique, se quedan duros sin hacer nada. Mueren sin morir. Petrificados, delante de cíclopes de cristal. Endurecidos. Miran a través del ojo tuerto, una realidad deforme, distorsionada. Y todos tienen un cíclope, ¿sabe? Puede no haber morfi en la mesa, pero siempre hay cíclope. En cada casa, en cada mansión, en cada rancho. Y ese monstruo medieval, emergido como un dragón de leyendas, cuenta historias devoradoras de sentidos comunes, que muchas veces no condicen con lo que pasa en la calle. Ahí, donde se gastan los tamangos buscando los mangos.

Aquellos días finales de 1934, cuando usted empuñó para siempre su imperecedera obra, parecieran no distar demasiado de estos. En definitiva, vivimos a diario un reflejo partido en mil pedazos, que reproducen en astillas aquella década infame, la de los restauradores conservaduristas, sobre la que cuenta incansablemente don Osvaldo Bayer, a quien quiera oír. Pues, más o menos la misma cuestión, en esencia.

El mundo fue y será una porquería...lo sabemos… y Argentina está en el mundo. Y lo avisan y recontra avisan como si realmente fuera un logro integrarse carnalmente en ese averno. Lo aplauden, ¿sabe? Los chorros, maquiavelos y estafáos, señalan con dedos torcidos y punzantes a otros chorros, maquiavelos y estafáos. Y los petrificados miran al cíclope, sentados en el infierno helado.

Los contentos y amargaos cambian canales y creen ser libres al hacerlo, pero el cíclope es uno solo, y apenas un puñado de amos son los que le dan de comer a diario, a esa gran bestia devoradora de razonamientos, pensamientos y sentidos comunes. El siglo veinte fue un despliegue de maldad insolente, y ya no hay quien lo niegue. El XXI también, don Enrique.

El cíclope cuenta que unos se denuncian contra otros, y los denunciados denuncian también; que la Justicia no es muy justa; y que los procesados dicen que son buenos, y que debieran procesar a los malos, procesados también; y que todos van por todo y contra todos, mientras los nada y nadies son usados por los todos, y que –tras esto- siguen sin nada; y que unos miles se reparten millones entre ellos, mientras los millones -que nada tienen- parecieran no merecer nada de los millones que se reparten entre esos miles; y que cada vez hay más palos, y gases pimientas, y lacrimógenos, y bacteriológicos, pero menos comida; el hambre también aumenta, anda por las nubes, como las monedas foráneas; y los millones de trabajadores paran, avisan, ponen palos entre los engranaje, para decir que sin ellos esa maquinaria no funcionaría, pero los miles -reformistas conservadores- no oyen y siguen yendo por todo; y se acusan de "ignorantes", "cavernícolas", "corruptos", "ladrones", se amenazan pero hacen un “llamado a la paz y a la república” mientras decretan destinos con firmas impuras; y las carpetas vuelan de lado a lado, arrojadas por las manos de unos miles, que casi siempre son las mismas manos que atajan esas carpetas; y se adjetivan, "populistas", "subsidiados", "villeros", "narcos", "menudeadores", y los millones cada vez son más, y están más cerca del abismo; y se abrazan los traidores, y se besan las máscaras sin caras, y se insultan los mensajes vacíos de mamushkas que terminan en una insondable oquedad. Y en ese merengue, un mismo lodo, todos manoseaos.

El cíclope no detiene su espetar, y sigue siendo alimentado, ahora mismo, por un puñado de amos que le dan de comer lo suficiente para que continúe con su misión devoradora de razonamientos, pensamientos, y sentidos comunes.

Ayer nomás, unos ricachones, sentados en mullidos sillones, se gritaban como en un circo romano. Se señalaban entre sí. Se calificaban de corruptos, los mismos corruptos. Todos entremezclados, cubiertos de máscaras y más máscaras, y hablan con palabras huecas y frases que rebotan como sermones gastados. Y en las calles, las fuerzas policiales que cuidan de no modificar el statu quo que demarcan los ricachones de los sillones mullidos, golpeaban salvajemente a los laburantes, a los de los cantegriles, a los de las casas, a los que sostienen el sistema que los restauradores conservadores diseñan, don Enrique.

Y después de todo ese montaje, después de toda la gran farsa organizada, la diaria, seguimos en la misma, don Enrique. En esa que dice que da lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor. Por eso los maestros mendigan su sueldo, separan a docentes ancestrales de sus cargos, y los pibes aprenden más de la lucha de sus padres y profesores, que en las mismas aulas. Por lo menos eso. En el reino de los ciegos, a veces se atisban haces de luz. Mientras los burros se jactan de iluminismos futuristas, de bendiciones venideras, de generosos porvenires.

Cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón. Stavisky, don Bosco, la Mignon, don Chicho, Napoleón, Carnera y San Martín. Y muchos personajes más. Ya no hay vidrieras irrespetuosas de cambalaches. Los tiempos han cambiado; a las vidrieras las venden por doquier, en incómodas cuotas, y cada uno puede llevarse una vidriera a su propia casa, mansión, o rancho. Ya no hace falta ir tras la búsqueda de escaparates, las llevan en el bolsillo. La pantalla de neón que los dobla, los deforma, los hace agachar la cabeza para dejar de ver el cielo y sumergirse en la ficción de la ciber irrealidad, don Enrique.

¿Otro café, maestro?

Vamos heridos por sables sin remaches, sin embargo ahora las armas evolucionaron, y cada vez matan más, mejor, y con mayor celeridad. El que no llora no mama y el que no afana es un gil. Parece ser un sendero interminable, ese, por el cual caminamos. A nadie importa si alguien nació honrao, de esos nadies que ya no trabajan, no comen, no viven, sino que sobreviven; en medio del ruido de los millones de cíclopes que -en coro infernal- definen las existencias y asesinan las impurezas del sistema. El que vive de los otros, el que mata y el que cura, el que está fuera de la ley, están sentados a la misma mesa, servidas por los engranajes, apuntaladas por los nadies.

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