ALTA GRACIA

por Revista Cítrica
27 de diciembre de 2012

Literatura Cítrica por C. Castagna*. El cuento que da origen al nombre trata sobre las desventuras de un pibe que conoce chicas en los hostales de Buenos Aires.

Me acosté con una chica que conocí de la siguiente manera. Era miércoles y me habían invitado a una fiesta en un hostel de la calle Florida. Una joda bárbara, pensé, pero cuando vi el flyer digital con esa gráfica tan ingeniosa, de colores estridentes y letras del catálogo de moda, pensé que a lo mejor estaba piola. En Lavalle me crucé con ese falso gitano que escupe fuego y a los gritos desafía a los curiosos que se acercan, a ver quién se anima a tomar kerosén o a caminar en cuatro patas sobre un camino de vidrios rotos, como hace él después de bajarse un par de cartones de vino. La entrada del hostel era una especie de local muy luminoso donde no había nadie; sólo un tipo enorme que se frotaba las manos, y que al verme pulsó el botón de uno de esos aparatitos que se usan para contar gente. Se oyó el clic y luego un silencio, durante el cual se quedó mirándome. Le sonreí, ganando tiempo para estudiar la situación. No parecía haber una fiesta en quinientos metros a la redonda, sólo una escalera que bajaba, otra que subía y un linyera durmiendo al fondo de un pasillo. El tipo me seguía mirando de una forma inexpresiva, como preguntándome qué pensaba hacer. Claro, por si tenía que volver atrás el contador, pensé.


Tímidamente señalé hacia abajo y me respondió con un gesto afirmativo. Recién cuando pisé el primer peldaño me fue llegando una música sorda, como apagada. A medida que descendía, iba notando el cambio de atmósfera; colores cálidos y olor a incienso. Me agachaba un poco para pispear en ángulo y ver con qué me iba a encontrar. Entre la música sólo se oían algunas pocas voces dispersas. En el primer descanso casi me choco con alguien, y resultó que era yo mismo en la imagen de la pared de espejos. Aproveché para quitarme el pañuelo palestino y anudarlo a la cintura. Ahora sí. Esta especie de sótano era un lugar muy amplio donde no había casi nadie. La escalera desembocaba en el bar, y hacia el fondo estaba la pista. Los rayos de luz robótica se movían de un lado a otro, solitarios, nostálgicos, como extrañando tocar a la gente. En la tarima del DJ tampoco había nadie, y por detrás, una pantalla gigante emitía un loop de imágenes sin sentido. La música tenía una onda electro-étnica, pero la gente no bailaba. En el bar, las luces eran muy tenues, con halos amarillentos que caían sobre mesitas bajas, rodeadas de pufs en forma de cubo. En las pares había gigantografías con imágenes del mundo. Amplias sonrisas de niños afganos con algún diente de menos, o señores del Tirol con pinta de borrachines. Todo muy global. Fugazmente pensé en que había acertado en la elección del pañuelo palestino. Sobre un fondo espejado con estantes repletos de líquidos de colores había una barra, donde tres flacos enérgicos hacían malabares con varias botellas a la vez. Cancheramente se las pasaban de uno a otro, relojeando de costado a un grupo de rubias extranjeras, que se desparramaban sobre las banquetas para mirarlos y le sonreían a cualquier hombre que anduviera cerca. Incluyéndome a mí, que había apoyado el codo en la barra junto a la última de la hilera. Después de un rato, uno de los flacos se acercó y me atendió como si estuviera haciéndome un favor. Le pedí una cerveza tirada, fue hasta la máquina y accionó la palanca, volcó el excedente de espuma, miró para mi lado y lanzó el chopp, que se deslizó por la barra hasta mi mano. Se apuró para volver a la otra punta, donde los otros dos ahora conversaban con las chicas. Ellas se mostraban predispuestas para la charla; hacían preguntas en inglés sobre las costumbres locales, ellos respondían cosas como “oh yes, I live in Flores y te lleno la cara de leche”, y se mataban de risa. Ellas parpadeaban sin entender, pero igualmente se divertían con las piñas amistosas que se daban entre ellos. Los flacos de paso aprovechaban y les volvían a llenar los chopps.


Así pasó la primera hora. Andá que va a estar buenísimo, decía la chica que me había invitado en el mail que traía el flyer. Ella me gustaba un poco, pero entre sorbo y sorbo entendí que eso no había sido una invitación. Nunca había dicho “vamos juntos”, “vení” o “nos vemos ahí”. Seguí tomando discretamente y cada tanto miraba la escalera para ver si bajaba algo interesante. Vi a un japonés que nunca apartó la vista del celular, un grupo de norteamericanas con pinta de voleibolistas que bajaban en chancletas y dos tipitos rapados con camperas de la selección argentina, que se asomaron y volvieron a subir. Me distraje con la espuma de una cerveza nueva y al rato volví a mirar.


Aparecieron unos zapatos de taco alto combinados en blanco y negro que se afirmaban a cada escalón en forma lenta y cautelosa. Después vi bajar unas piernas que al final se revelaron cortas, pero bien formadas. Tenía un shorcito blanco con pinzas y una blusita celeste de mangas cortas, con hombritos de princesa. Era una petisa resuelta e interesante, de rasgos fuertes, ojos claros y pelo recogido. A los tumbos por la escalera trataba de bajar un maletín con rueditas. Uno de los flacos saltó la barra para ayudarla y la acompañó hasta la pista. Estiré el cuello y la seguí con la mirada: era un poco chueca pero movía el culo grande con gracia. Durante un instante quedé suspendido en ella. Saludó a alguien bajo las luces de la pista vacía, subió a la tarima del DJ, desenfundó una laptop, conectó cables a las bandejas y a un par de aparatitos más, sacó dos carpetas de folios con CD y se calzó unos auriculares enormes. Concentradísima, movía la cabeza y los hombros hacia adelante y hacia atrás, mientras daba toques finales al set. El mismo flaco de antes le acercó una latita de Speed, un vaso y una botellita de champagne. El tema que sonaba se fue yendo en fade y, de golpe, hubo un redoble de tambores africanos, que fue subiendo el pulso hacia un clima hipnótico y tribal. Todo quedó a oscuras, sólo ella bañada de luz blanca. Dejé otros doce pesos sobre la barra y apuré el paso hasta la pista. Justo en eso largó el tema como si arrojara un frisbee. Era una base gorda, pesada, como de dub, que hizo retumbar las paredes. Le dio al mango a la perilla de los graves, esperando, hasta que en el compás indicado hizo explotar el ritmo percusivo de la cumbia. Atrás, en la pantalla gigante, aparecieron en cuerpos enormes las palabras “ALTA”, primero, y “GRACIAS”, después, sobre fondos vibrantes que cambiaban de color. Ella misma se arengaba levantando las rodillas, frotándose las piernas, son dejar de pulsar botones ni quitar la vista del monitor. Mi cuerpo se lanzó al centro de la pista antes de que atinara a pensar. Cerré los ojos y me salieron pasos que ni yo sabía que podía hacer.


Noté que mi cara sonreía. Giré por la pista vacía y me quedé en un sector en el que se había volcado sal o azúcar; ahí los pies se movieron con destreza hasta hacerse independientes de mí. Cada tanto abría los ojos y la descubría mirándome, tomada desde abajo por la luz blanca del monitor. Ella bajaba la vista, fruncía el ceño y se mordía el labio, como si tuviera algún problema técnico. Sentí lástima de que nadie más bailara, y desplegando mis mejores movimientos, le di a entender que su música era lo más (?).


*El fragmento de “Alta gracia” que revista Cítrica reproduce da nombre al primer libro de relatos de C. Castagna, recientemente editado por el sello Pánico el Pánico. C. Castagna nació en 1975 en Buenos Aires. En 2011, participó de la antología El amor y otros cuentos, editada por Random House Mondadori.


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